El último tragasables de España

La hermandad mundial de los tragasables no reúne ya ni a 100 miembros, cinco veces menos que, por ejemplo, el gremio de astronautas

Carles Cols

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De entrada, para abrir boca, y nunca tan bien dicho, un par de datos. El primero es que en todo el mundo hay menos de 100 tragasables. O sea, que como mínimo la mitad de los países del mundo carecen de tal excentricidad. Vocaciones seguro que hay muchas más, pero esta rama extrema del mundo del faquirismo requiere de dos a 10 años de paciente entrenamiento para lograr que la punta de la espada, tras haber dejado atrás los dos esfínteres esofágicos, el superior y el inferior, penetre sin tropiezos en el estómago y se obtenga así el aplauso del público. Qué fácil es decirlo. Qué difícil es, en cambio, controlar los actos reflejos corporales, el ¡puaj!, y lograrlo. Total y por resumir el primer dato, hay menos faquires en el mundo que astronautas (550) o personas que han hollado la cima del Everest (2.249). Para el segundo dato, antes de presentar a quien es el único tragasables de España, Murray Molloy, conviene un punto y aparte, ni que sea para contener la respiración.

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Estadísticas en mano, desde finales del siglo XIX muere un tragasables cada lustro, una cifra proporcionalmente terrible visto cuán pocos son quienes consuman tal proeza. Entre los primeros de la serie documentada destaca un malabarista que el 20 de diciembre de 1883 volvió la cabeza para corresponder al aplauso del público y con la torsión se partió la hoja. Casi 28 centímetros de acero entraron fatalmente en el estómago. Murió tras ocho días de agonía. Menudas navidades.

Claro, lo fácil es decir que son historias antiguas, quizá leyendas, pero ahí está el caso reciente de Naomi Seraphina, miembro de la compañía del Cirkus Pandemonium, que en el 2004 pinchó accidentalmente una arteria gástrica y no se dio cuenta del desaguisado hasta el día siguiente. Salvó la vida, forma parte de otra estadística, la de las tres a ocho lesiones graves que se registran cada año, pero sirve en bandeja la oportunidad para hablar del principal enemigo de Murray Molloy y de la casi centena de miembros de la Asociación Mundial de Tragasables (sí, increíble, existe): la incredulidad, el convencimiento de una parte del público de que hay truco, que las espadas son retráctiles. Pues no.

"YO CREO EN LOS TRAGASABLES"

En una de los escenas más memorables de las teatralizaciones de Peter Pan se invita al público a repetir “yo creo en las hadas, yo creo en las hadas”, pues en ello le va la vida a Campanilla. Quién sabe si esa es la maldición de los tragasables, que cada cinco años muere uno porque hay quien dice que todo es mentira.

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La invención de la lámpara fluorescente ya representó en su momento, cuenta Murray, un salto adelante en pos de la verdad, además, por supuesto, de elevar la estupefacción del público a cotas sin precedentes, justo en el momento en que el partenaire conecta la luz y se alumbra el esófago. Hay otros métodos más románticos de lograr el mismo efecto, siempre que se acepte que las fronteras del romanticismo son difusas. Por ejemplo, Murray no solo deja que sea alguien del público quien extraiga la espada, sino que le invita a posar con delicadeza la mano en la hoja para sentir en ella el latido del corazón. Que superen eso Romeo y Julieta.

La cuestión es que Murray, aunque irlandés, es el único tragasables residente en España, actualmente en Murcia, aunque vivió dos años en Barcelona, en Gràcia, pero la controvertida ordenanza pública sobre civismo del 2006 (además de su carácter nómada) le invitó a envainar su material de trabajo e irse a otra parte. Había entonces otro tragasables en España, un fakir desde la más tierna infancia, Jorge Eduardo de Barros, Barjot sobre los escenarios, que se inició en la profesión a los 11 años y a los 15 ya engullía espadas, un caso de precocidad inusual, pero actualmente reside en Uruguay. Así que Murray está solo hasta que emerja otra estrella, un posibilidad que actualmente tantea Testa, un fakir barcelonés, que el pasado 28 de abril logró lo que a menudo no suele ser más que una argucia publicitaria. Durante un pase de preestreno del documental ‘Fakirs’, en la sala Maldà, propició que se desmayara un espectador al contemplar una de sus habilidades, la espiral. Testa asegura que no acaba el 2017 sin tragarse un sable. “De momento, entreno con espárragos”.

PREMIO IG NOBEL 2007

Llegados a este punto, habrá quién crea que los tragasables son solo una atracción más del ‘freak show’, que en parte lo son, pero sería un lacerante error reducirlos a eso. Engullir una espada es, de entrada, un práctica milenaria, acreditada hace 4.000 años en la India. Era entonces, como otras prácticas extremas, un método eficaz de convencer a la audiencia que quien era capaz de aquello tenía un pie en el mundo sobrenatural. De oriente migró a Grecia y a Roma, y con el paso de los siglos fue un número común de artistas errantes medievales.

El espectáculo podría entonces haberse enquistado en un simple número de malabares, exento ya de toda áurea mística, pero recobró interés cuando la medicina se fijó en los tragasables. Primero fue el doctor Edward Stevens, autor de interesantes estudios sobre la digestión humana, a los que no habría podido aspirar sin su tragasables de cabecera. Eso fue en 1777.

Un siglo más tarde, en 1868, Adolf Kussmaul desarrolló el endoscopio rígido en el mundo de la medicina. Pero, si de historias galenas se trata, ninguna iguala al exhaustivo trabajo de investigación que Brian Witcombe y Dan Meyer realizaron en el 2007, ‘Tragar sables y sus efectos colaterales”. Aquello era un compendio de malas praxis, como la bailarina del vientre que se distrajo fatalmente cuando un hombre le puso unos billetes en el biquini justo en el instante en que en el esófago tenía no una, sino tres espadas. El prestigioso British Medical Journal publicó el trabajo (bien), pero Witcombe y Meyer fueron ignominiosamente premiados ese mismo año con los galardones Ig Nobel de Medicina (mal, claro, porque es una burla de las investigaciones más absurdas).

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La venganza se la sirvió siete años más tarde el propio Dan Meyer, protagonista de una de la de siempre prestigiosas conferencias TED, titulada, maliciosamente, ‘Cortando el miedo’. Es un relato de autosuperación en primera persona con, cómo no, un número final de tragasables, lo nunca visto en los escenarios de aquel foto intelectual.

Solo queda decir fin, pero una posdata es casi obligada. Son un par de consejos de parte de Murray. El primero es previsible. No lo intenten. El segundo, por si se desoye el primero, es muy práctico. Conviene engullir la espada después de un copioso almuerzo. El estómago pesa y se desplaza unos centímetros hacia abajo. El camino hacia el éxito es más recto. Ahora sí. Fin.