LA CRISIS MIGRATORIA

Los refugiados claman por una integración más ágil y digna

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CARLOS MÁRQUEZ DANIEL / BARCELONA

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Dicen que no basta con el gesto, que son las acciones las que determinan la calidad de una voluntad. Por eso dudan de que Catalunya, como asegura el Govern, sea capaz de albergar a 4.500 refugiados. Ahora son 471 los que están en tierras catalanas, y según el testimonio de los solicitantes de asilo que este miércoles han compartido en la plaza de Sant Jaume su experiencia bajo el paraguas de varias entidades, la integración no es la adecuada.

El programa estatal de acogida (es el Ministerio de Empleo y Seguridad Social quien tiene las competencias) contempla tres fases. La primera, de entre seis y nueve meses, deja en manos de oenegés la manutención y el cuidado de los refugiados, así como ayudarles en la adquisición de las habilidades para facilitar una vida independiente a la salida del centro. En la segunda, también de medio año prorrogable a 11 meses, se incluye la posibilidad de obtener un permiso de trabajo y prevé el alquiler de pisos bajo financiación del mismo programa. La tercera es la salida del túnel, la autonomía absoluta con ayudas puntuales y esporádicas de la Administración. En total, el apoyo pude alargarse entre 18 y 24 meses, según la vulnerabilidad del caso.

MALA GESTIÓN DEL PLAN

Los refugiados que han aportado su experiencia denuncian descoordinaciónineficacia y trato deficiente. Se quejan de que la sociedad no conoce las características de la tarjeta roja que se les entrega a partir de los seis meses de estancia en España si se admite a trámite su solicitud de asilo. Les permite acceder al mercado laboral, algo que ellos consideran que debería suceder mucho antes para facilitar su autonomía. Y también su autoestima, como la de Luis Lázaro, colombiano que tuvo que marcharse de Colombia por su orientación sexual.

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Este joven de 27 años tiene estudios de Administración de Empresas y llegó hace un año. Cuenta que podrá empezar a buscar empleo el 9 de marzo y que ha estado un año "sin poder hacer nada". Vive en la Casa Bloc de Sant Andreu, en Barcelona, junto a su madre, que vino hace cuatro meses porque la presión siguió a pesar de que su hijo ya estaba en España. "Tuve que cerrar mi restaurante y dejarlo todo", dice. Lázaro sostiene que no ha recibido el mismo trato que una persona heterosexual, incluso, sin aportar detalles, explica que ha recibido "malos tratos verbales por parte de trabajadores sociales que son homófobos y machistas". 

La portavoz de una de las entidades que trabajan con refugiados (pide el anonimato) lamenta este tipo de denuncias y recuerda que las oenegé trabajan "con los pocos recursos de que disponen". 

DEJAR DE SER UNA CARGA

Alejandra Guillén, también latinoamericana, ingeniera industrial, comparte los problemas para abrir una cuenta en un banco, para conseguir una línea de teléfono. Y, sobre todo, para conseguir una vivienda. "Lo peor es no saber qué será de nosotros. Lo que queremos es participar de la ciudadanía y dejar de ser una carga social". Reclama que el Estado informe a todas las instituciones públicas sobre la tarjeta roja, ya que sucede, dice, que en ocasiones una administración te niega un trámite porque no sabe qué es ese documento. 

Tatiana, ucraniana, madre soltera de cuatro niños, agotó el 21 de enero su estancia en la Casa Bloc. Le toca buscar piso, pero en Barcelona, donde sus pequeños van a escuela, es imposible. Al precio de la vivienda se le suma el desconocimiento que las inmobiliarias tienen de la tarjeta roja de refugiado. "He llamado a todas las puertas posibles y no sé qué debo hacer. ¿De quién somos asunto?". Las oenegés le han ofrecido un hogar lejos de la capital catalana, pero con lo que le ha costado integrarse mínimamente en Barcelona, cree que marcharse será dar un paso atrás. 

Entre las medidas que plantea esta plataforma, que el permiso de trabajo se consiga en la primera fase, que se mejoren los recursos de traducción para refugiados de habla no hispana, que se revisen los protocolos en las casas de acogida para promover un acompañamiento adecuado y que se cree la figura de un observador independiente al que los asilados puedan hacer llegar sus inquietudes.