LOS MERCADILLOS CALLEJEROS

La penúltima parada de Souleymane

Un contrato como camarero saca temporalmente a este senegalés, pescador en su tierra, de la venta ambulante. No sabe cuánto le durará la suerte

Un joven vende camisetas de Messi en la playa de Benalmádena (Málaga).

Un joven vende camisetas de Messi en la playa de Benalmádena (Málaga). / periodico

LAURA L. DAVID / BENALMÁDENA

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“Cuando llueve, vendemos paraguas”, responde con guasa Souleymane Guissé. Pero estamos en pleno verano y la descarga de agua ha pillado con el pie cambiado a los vendedores ambulantes. “Solo” llevan consigo camisetas para futboleros, zapatillas de deporte, gafas, relojes, bolsos y el resto de la habitual artillería playera. Es rara la lluvia estival en la Costa del Sol, tanto como que Souleymane no salga a vender al paseo marítimo de Benalmádena. Aunque en realidad el aguacero le incomoda poco, porque al menos hoy no necesitará vender. Es el primer día de trabajo de Souleymane como camarero en La Parada, bar del casco antiguo del pueblo, que regentan Angelines y Manolo. Tras tomar un zumo de naranja natural y un pincho de tortilla, Souleymane accede a ser nuestro guía entre el castillo del Bil-bil y el puerto deportivo, itinerario habitual de los manteros benalmadenses.

No es fácil caminar con el presidente de la Asociación de Senegaleses de Benalmádena sin detenerse a cada tanto. Desde lejos, intercambia un saludo con una pareja de policías locales. Más allá, se parará a dar la mano a dos “informadores” del Ayuntamiento uniformados de polo azul. Los hay en todas las playas de la Costa del Sol. “Si estos están aquí, después vienen los polis”, advierte Souleymane, explicando que son una suerte de “chivatos” de la policía local, a quien deben avisar si se incumple alguna ordenanza como la que prohíbe la venta ambulante. No tienen capacidad sancionadora, pero disuaden a la perfección. Un chico al que Souleymane saluda en árabe carga su sábana y procesiona en dirección contraria. Cuando el paseo se ensancha y forma una placita, media docena de manteros comienzan a recoger al aparecer los periodistas.

MESSI Y RONALDO, EMPATADOS

Abdou y su tío Mamadou se van a casa cansados después de la mañana “regular” que ha traído la tormenta. Abdou cuenta que ha vendido “cuatro o cinco camisetas”, a 20 euros como mínimo. El producto deja, asegura sin querer entrar a precisar, “poco, poco” margen. Las que más se venden, las de Messi y Cristiano Ronaldo. Los que más compran, los británicos con niños. Y, con los falsos bolsos Mulberry y Michael Kors que su tío lleva al cuello, la cosa está “peor”. Con la crisis, revela Mamadou, hasta los turistas de Reino Unido “han aprendido” a regatear.

Gracias a sus contactos, Souleymane ha podido acceder a un trabajo que en “principio” es “posible” que dure tres meses. “El verano y luego días sueltos de refuerzo, depende”, cuenta con la mirada perdida. Con este contrato espera conseguir el permiso de residencia de larga duración. En su país, trabajaba faenando en las costas senegalesas y mauritanas para una empresa española. En el 2007, la naviera le echó. Entonces cogió un vuelo a España como turista pero nunca volvió a su país. “Pensaba que si llegaba a Europa, trabajaría. En alguna fábrica, en cualquier parte… Llegué aquí y me puse a vender gafas. Era lo que había”, prosigue y luego relata una vida laboral como la de casi cualquier subsahariano: la obra, el campo, limpiar. El exiguo salario, se completa con la venta ilegal. Por ejemplo, películas piratas. Dos por cinco euros. “Es un mal negocio; ahora todo el mundo las baja”, asume el senegalés, que entiende que hay gente que las compra para “echarte una mano, no porque las quiera”.

MUCHA SUERTE

Seka Malik ya se dedicaba a la venta en Senegal. Sus padres se divorciaron y su madre se quedó con ocho hijos a su cargo. La mayoría hubo de ayudar en casa. También Seka, que llegó a estudiar un año de Derecho en la universidad. Su negocio iba de mal en peor. Entonces enfiló a Casamance, región del sur, para alcanzar Canarias. Pagó unos 500 euros por un pasaje con ochenta personas en un cayuco. Era el 2006 y la travesía duró ocho días. “Un niño con una linterna nos alumbró. Creo que es la primera vez que un cayuco llegaba allí”, rememora.

“Hay que tener mucha suerte para quedarse en España”, responde cuando se le pregunta por qué no le deportaron tras su paso por el centro de internamiento. Él la tuvo, al menos relativa. Vive con un profesor jubilado que le hizo un contrato de trabajador del hogar y, gracias a eso, tiene “papeles”. Por las noches, vende zapatillas de pega en el paseo de Fuengirola. Las compra “cerquita, en Málaga”. “No puedo hablar de fracaso, pero con la crisis lo estamos pasando muy mal. No puedes volver a Senegal con las manos vacías, tienes que seguir luchando”, dice con la voz quebrada. “A mí vender me da vergüenza”, deslizará luego Souleymane en un hilo de voz. “Vender, correr y esconderte no es vida”, resume. “Pero si no tengo nada, vendo, porque no voy a morir de hambre”, aclara cuando se le cuestiona por el futuro.