Gente corriente

Collin Sekajugo: «Quise ser un modelo para los más desfavorecidos»

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GEMMA TRAMULLAS

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Cascos y vendas son elementos habituales en los cuadros de este pintor autodidacta nacido en Uganda y con raíces ruandesas que se ha traído sus pinceles hasta la asociación Jiwar del barrio de Gràcia de Barcelona, donde realiza una residencia artística. Dos símbolos de seguridad y de curación que expresan el compromiso del artista con la protección de la vida en África Oriental.

Un artista con una misión. Unió a hutus y tutsis en el primer centro de arte que se abrió en Ruanda tras el genocidio.

-¿Cuándo descubrió sus dotes artísticas? Siempre me habían dicho que dibujaba bien, pero nunca pensé en ser artista. Hasta que perdí a mis padres. Tenía 13 años cuando murió mi madre, y 16 cuando murió mi padre. Entonces empecé a pensar en el arte como una herramienta para curarme y un recurso para sobrevivir y ser mejor persona.

-Demasiado joven para quedarse solo. Soy muy disciplinado y muy intuitivo a la hora de distinguir lo bueno de lo malo. Podía haber terminado mendigando, pero tenía una visión y me aferré a ella. Quise convertirme en un modelo para los más desfavorecidos de la sociedad.

-Su primer destino fue Ruanda, donde el genocidio de 1994 causó 800.000 muertos. Yo vivía en Uganda y veía cómo los cadáveres llegaban flotando por el río. Solo tenía 14 años pero enterré muchos cuerpos. En África vives cosas que te hacen crecer muy rápido. Mi madre era de origen ruandés y en el 2001 decidí visitar a mis familiares allí.

-¿Qué se encontró? Caras tristes, de hambre y desesperación; una necesidad brutal de todo. La gente necesitaba creer en un mañana mejor y me puse a pensar cómo podía usar mi habilidad artística para contribuir al proceso de reconstrucción de la sociedad.

-En lugar de medicinas, comida o dinero, les dio arte. Las medicinas y la comida son necesarias pero no empoderan a los desfavorecidos ni acaban con las desigualdades; en cambio el arte sí tiene ese potencial. Las personas necesitamos involucrarnos en procesos creativos porque eso contribuye a sosegar nuestra mente, nos da un sentido de pertenencia a la comunidad y mejora nuestra autoestima.

-Así nació el centro de arte comunitario Ivuka (Renacimiento). Alquilé un local en Kigali y empezaron a venir artistas locales que querían aprender y luchaban para ser reconocidos. Había hutus y tutsis. Dos bandos que antes se mataban se convirtieron en uno solo: intercambiaban ideas, compartían experiencias, salían juntos...

-Ivuka es un modelo de éxito que ahora imitan otros centros. A veces me da vergüenza hablar así, pero el mundo debería conocer lo que este pequeño centro hizo por el desarrollo social y económico de Ruanda, su poder brutal para cambiar la actitud de tantísimas familias. Artistas que no tenían para comer y que sostuvieron por primera vez un pincel en Ivuka ahora exponen en todo el mundo, ganan miles de dólares, pueden escolarizar a sus hijos y abren sus propios centros.

-Después de Ivuka en Ruanda, convirtió el pueblo de su padre en Uganda en un centro de arte y turismo cultural. ¿Cómo financia estos proyectos? Con la venta de mis obras. El 90% de mis ingresos va a proyectos comunitarios.

-Podría estar viviendo en Europa en una casa con piscina. [Ríe] No crea que no se me ha pasado por la cabeza... Pero en Europa no me necesita nadie, en cambio en África hacen falta referentes como yo. No se lo va a creer, pero he abierto centros de arte, residencias para artistas, campamentos culturales... y no tengo casa propia. Creo que ya he hecho mucho trabajo comunitario. Tengo 35 años y un hijo de 4, quizá ha llegado el momento de cuidarme también a mí.