El depredador en su paraíso

LUIS MAURI / BARCELONA

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Benítez no entró en el colegio empuñando un fusil, pero igualmente quebró la vida de decenas de niños. Decenas, centenares… ¿Cuántos inocentes fueron tiroteados en la opresiva espesura del despacho del pederastapederasta durante los más de 30 años en que fue profesor de gimnasia en los Maristas de Les Corts?

Benítez disparó sobre los muchachos indefensos, aislándolos previamente uno por uno. Presas fáciles, confundidas, abrumadas, atemorizadas, llenas de vergüenza y de asco, probablemente también de un viscoso sentimiento de culpa. No fue cosa de un día ni de un mes ni de un año. El profesor acorraló y fusiló a placer a sus víctimas durante más de tres décadas en el mismo despacho del mismo colegio de la misma ciudad.

Y nadie hizo nada por evitarlo. Durante esa eternidad, nadie quiso ver ni oír ni mucho menos decir nada, pese a que el secreto a voces retumbaba con eco ensordecedor en los muros del colegio.

Es cierto, al cabo de 35 años de impunidad y tras la queja de los padres de un alumno, el vicario de la escuela dio parte a la justicia. Pero en la práctica, eso fue sinónimo de nada. La jueza dio carpetazo al asunto porque una familia traumatizada no se vio con ánimo para revivir el martirio de su hijo púber ante un tribunal. El vicario llegó a un arreglo con Benítez para que este abandonara la escuela marista. Y asunto zanjado.

¿Para qué ahondar más? Que no haya revuelo, lo importante es preservar la honorabilidad de la institución. Que las demás víctimas se retuerzan en su tormento y su vergüenza. Ellas y las que vendrán.

Así que ahí va el depredador, a su aire, al amparo de un oprobioso silencio milenario pespunteado por el tañido de los campanarios. Resguardado también por la falta de celo o de empeño de la justicia, que no hizo nada indebido pero que pudo haber hecho mucho más.

Hasta que Manuel, padre coraje, rasgó el telón de silencio, complicidad y dejadez. Hoy, las heridas de su hijo y de tantos otros quizá sean menos mortificadoras.