Paradójica liberación
Poder enterrar a los seres queridos es un paso fundamental en el proceso de duelo
Laura del Hoyo y Marina Okarynska eran hasta el miércoles tres de los 14.000 misterios a los que cada año familiares, amigos, policías, jueces y detectives buscan respuesta. Los familiares y amigos de las dos víctimas pasaron durante una semana por un suplicio que en la gran mayoría de los casos se alarga meses, años o incluso toda una vida.
Los padres de Laura y Marina sufrieron ayer el que será el momento más doloroso y más duro de toda su vida después de una semana negra. Tener que enterrar a un hijo es antinatural, un hecho que marca para siempre a un padre, y más aún en las terribles circunstancias en las que se ha desarrollado esta historia. Pero, paradójicamente, al dar sepultura a sus hijas han podido pasar una de las fases fundamentales del duelo. Un duelo que no han podido empezar a cerrar familiares y amigos de los miles de desaparecidos en España sin causa aparente, como los de Yeremi Vargas o Sara Morales.
Cien casos cada año quedan para siempre sin respuesta. Niños, adolescentes, adultos y ancianos que se esfuman sin saber cómo ni por qué y cuya ausencia mortifica a sus allegados. Mentes torturadas a las que los psicólogos tratan de dar consuelo y a las que, demasiado a menudo, alguna prensa sonrojantemente amarillenta contribuye a enloquecer.
Pérdida ambigua
Fernando García, el padre de una de las tres niñas asesinadas en Alcàsser en 1992, es la pesadilla de todos los que tienen un desaparecido. Primero, porque nadie quiere imaginar que un ser querido tenga un final como el de Miriam o como el de Laura y Marina. Pero también porque pocos podrían asegurar que su salud mental resistiría la jauría de buitres que se arremolinaron alrededor de Fernando.
«La incertidumbre es muchísimo peor que la muerte —constata Juan Manuel Bergua—. Cuando tienes un hermano, hijo o padre que se muere sabes adónde ir a ponerle flores. Yo llevo 17 años buscando a mi hija y no sé si desde el primer día me la asesinaron». El 9 de marzo de 1997, su hija Cristina quedó con su novio. Según le había dicho a unas amigas, iba a dejarle. Javier Román aseguró que la acompañó un rato hasta su piso en Cornellà pero la joven, de 16 años, nunca llegó a casa. La familia de Marta del Castillo, desaparecida el 24 de enero del 2009, finalmente sabe que su hija fue asesinada por su exnovio. Pero insiste en la búsqueda del cadáver, que todavía no ha aparecido, para poder cerrar esta etapa clave del duelo.
El proceso de aceptación de una desaparición se asemeja al de un duelo convencional, aunque se complica por la inexistencia de un cadáver. «Es lo que se llama la pérdida ambigua, están físicamente ausentes pero psicológicamente presentes. La incertidumbre se gestiona muy mal», comenta Flor Bellver, presidenta de la asociación de desaparecidos Inter-SOS. «No hay una temporalidad aunque el primer año es lo más duro, como en todo duelo, pese a que es un duelo especialmente complicado porque no se resuelve. La mayoría se ponen mentalmente un plazo de año y medio o dos años y por eso muchos se hunden cuando se cumple esa fecha».
La reacción de los padres del presunto asesino de Laura y Marina, solidarizándose con las familias de las víctimas, además de ser excepcional demuestra que estos casos van más allá del núcleo familiar del desaparecido. Y es que, aunque sacude con especial virulencia a sus familiares y amigos, una desaparición trasciende ese ámbito para convertirse —como señala el investigador José Antonio Lorente— en un asunto judicial, policial y, sobre todo, social por la necesidad que todas las culturas han tenido de enterrar a sus muertos para que los vivos descansen en paz.
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