TESTIGO DIRECTO

El 'caso Huertas': cuando el periodismo se quitó la mordaza

Hace 40 años, el ya fallecido periodista Josep Maria Huertas, quizá el mejor cronista de Barcelona, ingresó en la Modelo por un reportaje sobre la vida erótica subterránea. Pepe Encinas, el reportero gráfico que le acompañó, recuerda esos días

A la derecha, Josep Maria Huertas y Pepe Encinas (en segundo plano) cubriendo en 1974 una información para la revista del Poblenou `4Cantons¿

A la derecha, Josep Maria Huertas y Pepe Encinas (en segundo plano) cubriendo en 1974 una información para la revista del Poblenou `4Cantons¿ / ARCHIVO PEPE ENCINAS

PEPE ENCINAS

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El 13 de abril de 1976 estaba en la Estación Naval de Mahón y recibí un aviso para que me presentara en cartería porque tenía un telegrama urgente. Bajé con cierta preocupación de la estación de radio, donde estaba, hasta la base. Lo leí: «Tu amigo. stop. el padre de Guillem. stop. está en casa.stop». Era de Nuria, mi novia, que trabajaba en La Vanguardia. Y obviamente se refería a Josep Maria Huertas.

No recuerdo si conocí a Josep Maria en el barrio o en la redacción del Tele/eXpres. La Associació de Veïns del Poblenou era muy activa, organizaban cursillos de catalán y de redacción, y necesitaban voluntarios para relanzar una revista del barrio, 4Cantons... Y Huertas estaba en todos los frentes. Yo aún estudiaba en la recién creada Escola de Mitjans Audiovisuals (EMAV), que pretendía ser la continuación de la Escola de Cinema de Barcelona. En esa época trabajaba como administrativo en La Gaceta Ilustrada, en la calle de Tallers, vecina de rellano del diario vespertino Tele/eXpres que había sido adquirido por el conde de Godó. La vecindad me llevó a empuñar la cámara para sus páginas.

Tele/eXpres tenía un espíritu muy barcelonés. Una de mis primeras fotos fue sobre el atentado con bomba en el cine Balmes porque proyectaban La prima Angélica, de Carlos Saura. También tuve un éxito inesperado con el reportaje Del Llobregat al Besós, un trabajo desde el mar que pretendía ofrecer una perspectiva insólita del litoral en tiempos en que la ciudad daba la espalda al mar. Huertas, Juanjo Caballero, Llúcia Oliva y yo nos subimos en una barquita y la suerte nos puso delante el Kalizma, el yate de Liz Taylor. Al llegar a la redacción, canté como un niño de san Ildefonso: «Tengo el Kalizma, tengo el Kalizma, Elizabeth Taylor y Richard Burton están en Barcelona!». Salimos en portada con la exclusiva.

A Huertas le gustaba pisar la calle y junto a él descubrí las estatuas de Rafael Casanova, Pau Claris y La República ocultas en un almacén municipal. Pero, sin duda, el reportaje que marcó la vida de Huertas fue el que llevaba por título Vida erótica subterránea. Acompañé a Huertas en ese trabajo que se publicó  a página entera el 7 de junio de 1975 en Tele/eXpres. Era un trabajo extenso sobre los meublés que tuvieron fama internacional, como el Salón de Madame Petit, en la calle Arc del Teatre, donde se rumoreaba que existía una pizarra con las cotizaciones de las monedas extranjeras; o el de Pedralbes, que ofrecía habitaciones temáticas (la helénica, con columnas y un templo en ruinas, y la ambientada en la selva eran los hits). A través de este reportaje costumbrista se explicaba el tipo de clientes que acudían: «Parejas furtivas o compuestas por hombres y profesionales del amor», matrimonios que pagaban la habitación porque en casa «la presencia permanente de los hijos en el mismo dormitorio» les privaba de intimidad, e incluso amas de casa de las zonas pudientes que se sacaban un sobresueldo. Huertas también informaba de una operación de limpieza para desarticular las redes de proxenetas.

Sin embargo, una vez escrito el artículo, Josep Maria albergaba dudas sobre una frase en concreto: «Un buen número de meublés estaban regentados por viudas de militares, al parecer por las dificultades que para obtener permiso para abrir alguno hubo después de la guerra». El mismo Huertas explica en el libro Cada taula, un Vietnam su preocupación: «Quan era escrit, preocupat jo pel to sempre una mica delicat d'aquests temes, vaig demanar que el director li donés un cop d'ull. L'Ibáñez [Escofet] no sols se'l va mirar, sinó que hi va ficar cullerada tot recordant alguna anècdota de quan era jove, que afortunadament no hi vaig incloure».

Al principio no pasó nada y la preocupación de mi amigo se disipó. Pero, poco a poco, diferentes periodistas fueron captando señales de que el artículo no había sentado nada bien al estamento militar. En unas maniobras en los Pirineos durante una velada con enviados especiales, el coronel Luis Martín de Pozuelo, del Gobierno Militar de Barcelona, confesó a los presentes tras unas copas: «Sois gente estupenda, lástima que no todos seáis iguales. Vamos a empapelar a un periodista que se ha pasado. (…) Se trata de un tal Huertas y hay que darle un escarmiento porque se ha metido con nuestras viudas».

Tuvo constancia del malestar militar cuando su amigo el periodista Jordi Montaner, que hacía la mili en Capitanía, le avisó de que le habían pedido con urgencia que buscase el artículo de Tele/eXpres. Así que cuando le llegó por primera vez la citación judicial para comparecer ante el juez militar no se sorprendió. Contestó a todo lo que le preguntaron excepto a revelar sus fuentes. Cuando le llegó la segunda citación, se asesoró con Octavio Pérez Vitoria, abogado penalista de la Asociación de la Prensa y catedrático de Derecho Penal de la Universitat de Barcelona. El letrado consideró que aquella frase era desafortunada pero no le dio más importancia.

Después de que le volvieran a tomar declaración, se dictaminó su culpabilidad y el 22 de julio de 1975 salió esposado y escoltado camino de la Modelo. Al día siguiente, cinco periódicos de Barcelona no salieron a la calle: Tele/eXpres, Mundo Diario, El Correo Catalán, Diario de Barcelona y El Noticiero Universal. Solo La Vanguardia y los diarios del Movimiento (La Prensa y Solidaridad Nacional) sacaron su edición.

A la mujer de Huertas, Araceli Aiguaviva, le comentaron tiempo después que en realidad pensaban mantener a Huertas solo unas 12 horas en prisión preventiva y que un juicio de esas características podía saldarse con un arresto domiciliario de unos 15 días. Pero el caso se complicó con la huelga y, un poco después, con la detención de los etarras Pedro Ignacio Pérez Beotegui, Wilson, y de Juan Paredes, Txiqui. En la nota de la Dirección General de Seguridad se decía: «De forma clara y rotunda, el Wilson ha declarado que en varias ocasiones ha mantenido contactos con el periodista José María Huertas Clavería, quien se comprometió a proporcionarle un piso franco; pero, dado que por circunstancias ajenas a su voluntad, esta operación falló en los últimos días al no quedar libre el que pretendía conseguir, le presentó a un sacerdote que había de encargarse de tal cometido».

Lo que sucedió en realidad fue que, a petición de un amigo de Huertas, Quico Bofill, que había sido novicio en Montserrat y que le había pedido alojar a unos amigos de Euskadi, el periodista se puso en contacto con Joan Soler, sacerdote de la parroquia de Santa Maria del Taulat, donde se celebraban las reuniones de la revista 4Cantons. Soler aceptó acoger a los amigos y Huertas volvió a su casa, donde Wilson había comido una tortilla y algo de fruta. Le acompañó a coger un taxi y perdió el contacto con el etarra.

El 26 de agosto, Josep Maria Huertas compareció ante un consejo de guerra en el Gobierno Militar de Barcelona. Aquello pintaba mal. El tribunal había revocado todos los testimonios de la defensa excepto el del director del diario, Manuel Ibáñez Escofet, y se había mostrado inflexible respecto a los argumentos que sostenían que no había habido ningún ánimo de injuriar. Los militares querían dar un escarmiento a los periodistas. Huertas fue condenado por injurias, porque ni se atrevieron a decir que su afirmación fuera falsa, pero no se esperaban una reacción tan contundente de los periodistas y que la protesta fuera en toda España.

Pasó ocho meses y 20 días  en la cárcel. Durante su estancia acabó de escribir, junto a su amigo Jaume Fabre, los siete volúmenes de Tots els barris de Barcelona (Edicions 62). Sabedor de lo pesimista que era su amigo, fue Fabre quien le convenció para acabar la colección. Se trataba de que estuviera entretenido y tuviese poco tiempo para pensar. Y en la prisión le asignaron la biblioteca. Huertas daba clases de alfabetización por las mañanas y por las tardes se paseaba con un carrito lleno de libros por las galerías ofreciendo lectura. Muchos le pedían El conde de Montecristo. Allí hizo amistad con Juan José Moreno Cuenca, El Vaquilla, y conoció a Juan Paredes Manot, Txiqui. En una de las entregas Txiqui le dijo: «Gracias, con uno tendré suficiente». Al día siguiente fue fusilado.

Huertas fue indultado de la condena por injurias pero siguió en prisión provisional a la espera del juicio por sus «contactos» con Wilson. La jurisdicción militar pasó la causa al Tribunal de Orden Público, que cambió la calificación de terrorismo por la de asociación ilícita y le concedió la libertad provisional bajo fianza de 25.000 pesetas.

Finalmente, el 12 de abril de 1976, a medianoche, el guardia civil que custodiaba la puerta de entrada de la calle de Entença le advirtió: «Hay mucha gente esperándole. Que no se les ocurra cruzar la calle y venir a esta acera. En la de enfrente pueden hacer lo que quieran». Huertas, cargado con una maleta y lleno de bolsas, salió disparado, sin mirar si venían coches. En la acera de enfrente le esperaba su mujer, Araceli, vecinos del barrio, amigos y periodistas. Todos se abalanzaron sobre él. Siempre me comentaba que tuvo sentimientos contradictorios, primero de miedo por si el guardia civil con cara de pocos amigos decidía intervenir si atravesaban la calzada y luego de inmensa alegría por el recibimiento

Habían pasado ocho meses y 20 días. Por fin, mi amigo Josep Maria, padre de Guillem, estaba en casa. Al día siguiente, mi novia Nuria -hoy mi mujer- salió corriendo a la hora del desayuno a la estafeta de correos de Aragó con paseo de Gràcia para ponerme el telegrama. 

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