Manual para aprender sin querer

Un instituto público del Poblenou defiende una enseñanza centrada en proyectos participativos y basados en la realidad

Debate en el interior de una de las aulas de ESO del Instituto Quatre Cantons, en el Poblenou.

Debate en el interior de una de las aulas de ESO del Instituto Quatre Cantons, en el Poblenou.

CARLOS MÁRQUEZ DANIEL / BARCELONA

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Son las nueve menos cinco de la mañana y la inercia imagina jóvenes repanchingados sobre el pupitre, soñando con la almohada y contando los minutos para que llegue la hora del patio. Son las nueve y diez de la mañana en el instituto Quatre Cantons del Poblenou, en Barcelona, y los alumnos discuten el diseño a escala de una casa que construyen dentro del proyecto 'Un lugar para vivir'. Es jueves, 7 de mayo, y trabajan en grupos; despiertos. Mientras unos moldean la maqueta del hogar de un hombre separado que necesita un estudio, otros apuran el de una pareja de jubilados en el que no hay un solo escalón. Este es un centro público, pero se aleja del encapotado modelo educativo tradicional. El de toda la vida, el de tarima, profesor, pizarra, esquemas, apuntes, deberes, exámenes y notas. Basta con leer sus ojos, con interpretar sus gestos: a los chicos les gusta esta nueva manera de llenar su cabecita.

Llega un momento en el que el ser humano deja de tener ganas de ir a la escuela. Cierto es que coincide con la edad del pavo, ese sinuoso tránsito entre la infancia y la primera madurez, cuando el adolescente siente que todo y todos a su alrededor están contra él. Es en la ESO cuando la educación es de verdad un reto. A ello se puso en el 2011 Ramon Grau, director del Quatre Cantons, junto a otros cuatro profesores, cuando recibieron el encargo de capitanear este nuevo instituto, en el que se prometieron aplicar una enseñanza basada en los proyectos, en un «aprendizaje que tenga que ver con la realidad que viven los estudiantes a diario y con la que les tocará vivir en el futuro». No solo se trata de aprender sin libros de texto y usar tabletas en clase, algo que ya sucede en muchos centros que no han dado el salto a este método más dinámico, más participativo. Es mucho más. «Antes el estudiante entregaba su aprendizaje en forma de examen, y a los pocos días se olvidaba de todo lo que había memorizado. A cambio, le entregaban una nota y así iba avanzando. Lo que queremos es potenciar la creatividad, la expresión oral, la interacción, el trabajo en equipo». Muy voluntarioso, ¿pero se puede hacer todo esto en un entorno de recortes, con la familia educativa encabronada, sin demasiados recursos y con una juventud cada vez más alienada? Resulta que sí se puede.

Pendientes del hielo

Una clase de tercero de ESO tiene un par de recipientes sobre la mesa. Están llenos de agua -uno más que el otro- y han colocado un cubito de hielo en cada uno de ellos. Dos chicos cronometran con su iPad. El profesor no para de moverse, una imagen que se repite en todas las aulas, la del tutor dando vueltas, atendiendo aquí y allí. Acompañando. Los estudiantes discuten sobre los efectos del experimento. No todos los ojos hacen chiribitas, tampoco hay que pintar esto como si fuera un día en Port Aventura, ¿pero cuán distinto sería si el educador sermoneara y los chicos tomaran apuntes? A mano alzada, en una votación simbólica y para nada concluyente, la inmensa mayoría prefiere que la clase sea así de amena, con una interacción constante entre compañeros, con el profesor en un papel más secundario, pero igual de importante.

En la pared de una de las clases de segundo de ESO cuelgan unos meritorios retratos de un pingüino emperador. Vieron una película sobre la patosa ave y cada uno eligió una temática distinta. Cuenta el director, biólogo de formación, que una de las estudiantes le descubrió con este proyecto un animal de la Antártida que a él le era desconocido. La joven tiene claro que quiere dedicarse a la biología marina y explica su trabajo con una ilusión y una energía que llaman la atención. «Con este plan educativo nos dimos cuenta de que abrimos ventanas hacia su verdadera vocación», sostiene Grau.

Lo curioso y a la vez inquietante de este modelo es que no existe guía ni hoja de ruta que oriente a los que se aventuran a fomentarlo. Sí hay, y a eso se agarran, precedentes que pueden servir como referencia. Hay coincidencia, sin embargo, en la necesidad de reducir la ratio. «Tenemos 20 ó 22 alumnos por aula para poder regular el nivel de dificultad en función del alumno, para poder exigir o ceder, según convenga al estudiante». Sin que Ensenyament les dé más recursos, esto obliga al director y al jefe de estudios a unirse al claustro como un educador más.

Con el tiempo, cuenta Grau, se han dado cuenta de que los jóvenes «son más solidarios los unos con los otros». «Se ayudan mucho, son más curiosos, hay mucho más compromiso de cara a aprender cosas nuevas. Aprenden casi sin querer». ¿Resultado? Hay menos fracaso escolar y en las pruebas de competencias que realizaron todos los institutos en febrero superaron de largo al resto en Inglés y Castellano, estuvieron algo por encima en Matemáticas y en la media, en conocimiento de Catalán. Estas cuatro son las únicas asignaturas fijas. Al resto lo llaman «trabajo globalizado», porque si por ejemplo les da por estudiar el bosque, pueden aprovechar para hablar de los impresionistas que retratan la naturaleza, las leyes de la física, el medioambiente, la literatura romántica inspirada en la frondosa arboleda... 

A la pregunta de si este método menoscaba la capacidad de memorizar de los estudiantes, el director se toma unos segundos. «Es más fácil memorizar que comprender, pero ambas cosas son necesarias porque para poder crear cosas nuevas, que es lo que potenciamos aquí, es necesario recordar lo que se ha hecho, lo que ya se sabe». 

Grau se ha encontrado con algún profesor intimidado por la posibilidad de que los alumnos le hinchen a preguntas que no sabrá responder. Parte de la premisa de que el formador «es falible», y como tal, es muy probable que si se sale del guión, haya conceptos que se le escapen. Lejos queda en este centro esa figura que genera más miedo que respeto, más rechazo que admiración. En el Quatre Cantons estas situaciones de duda colectiva se solucionan en grupo. «Si hay algo que se nos escapa, lo admitimos sin vergüenza e invitamos a toda la clase a encontrar la respuesta». 

El centro no es demasiado amante de los deberes, pero sí de instar a los alumnos a terminar «las tareas». La diferencia no es baladí. Tienen un proyecto, y hay que terminarlo. Como la vida misma.