El efecto del copago se esfuma y crece el gasto farmacéutico

Una farmacéutica de Barcelona coge un medicamento de un cajón.

Una farmacéutica de Barcelona coge un medicamento de un cajón.

ÀNGELS GALLARDO / BARCELONA

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El empeño de los gobiernos españoles, y catalanes, de los últimos años por reducir el consumo de medicamentos, y dejar de ser el país de Europa que más gasta en recetas financiadas por la sanidad pública, ha vuelto a saltar por los aires. El ahorro farmacéutico iniciado en el 2012 con la aplicación del copago impuesto por el Gobierno de Mariano Rajoy es historia, al igual que la leve reducción del gasto conseguida en años anteriores con una limitación de precios que indignó a la industria, y el fomento del consumo de fármacos genéricos o biosimilares. La impopular medida del PP proporcionó en el 2012 una reducción del 15% en la factura farmacéutica estatal, pero esta y las demás medidas volvieron a ser fagocitadas en el 2014. El gasto ha reiniciado la curva ascendente.

En el último año, ha crecido un 2,4% en Catalunya (48 millones de euros más que en el 2013): 2.041 millones en total, de los que 1.355 corresponden a las recetas emitidas en los centros de asistencia primaria (CAP) y 686 millones al consumo en los hospitales. En el conjunto de España, el gasto por recetas de la asistencia primaria creció en el 2014 un 1,8% (177 millones más). El coste total de las recetas expedidas en los ambulatorios españoles ascendió a 9.184 millones de euros.

El análisis de los motivos de este fenómeno ha sido inmediato. La principal razón aducida por los técnicos resulta irrefutable: ha crecido un 7% la cifra de pacientes atendidos por el Servei Català de la Salut (CatSalut), en especial, la de afectados por un cáncer -un 2,3% más de pacientes; un 6,1% más de gasto en terapias-, la de enfermos con artritis reumatoide -un 8,2% más de enfermos; un 4,8% de facturación adicional- o la de supervivientes a un infarto de miocardio, medicados el resto de su vida. «El éxito de la medicina frente a la adversidad, la salvación de enfermos antes incurables [cita ictus e infarto], y el aumento de la longevidad de personas con varias dolencias crónicas por las que se tratan de forma indefinida, tiene como consecuencia el creciente consumo de fármacos, y el del gasto que implica», sintetiza Antoni Gilabert, responsable de farmacia en la Conselleria de Salut.

A esto se suma la convicción, arraigada en doctores y ciudadanos, que asocia una buena práctica médica a una abundante medicación. «La población catalana, y la española, están muy medicalizadas y deberían dejar de estarlo porque no hay ningún fármaco absolutamente bueno -asegura Manel Mata, médico en el CAP La Mina, de Sant Adrià del Besós, con 1.500 pacientes a su cargo-. Todas las sustancias tienen efectos adversos o interactúan entre ellas».

«La tendencia es que ese gasto siga creciendo en consonancia con la demanda, porque los médicos no dejaran de atender a los pacientes -prosigue Gilabert-. Nuestra misión es conseguir precios más baratos para los medicamentos, optimizar la compra conjunta entre hospitales e implicar a la industria en el riesgo económico que asumimos al adquirir fármacos nuevos, carísimos, para enfermedades muy graves». Todo esto ya se hace, al igual que la difusión entre los médicos de familia de guías que les orientan sobre una prescripción adecuada, más segura para el paciente, y les ofrecen alternativas para que, ante fármacos de idéntica composición, elijan el más barato.

Sin llegar a absorber el 25% del presupuesto de la Conselleria de Salut, como ocurrió en el 2005, la factura farmacéutica se llevó en el 2014 el 22% de los 8.900 millones de euros que quedaron para la sanidad pública catalana tras el recorte del 10%.

No lo más consumido es lo que provocó más gasto. El fármaco más habitual entre los catalanes es, desde hace años, el antiulceroso omeprazol, algo así como la cuadratura del círculo de la farmacopea doméstica: se receta para proteger la mucosa intestinal frente a una numerosa medicación. Le siguen los analgésicos y los antiinflamatorios y, tras ellos, los antidiabéticos orales, las insulinas y las sustancis que bajan la hipertensión arterial. Después, figuran los ansiolíticos.

Desde el punto de vista del gasto que producen, los primeros son los productos que tratan el cáncer, de dispensación hospitalaria, cuyo coste, generalmente astronómico, se asume por razones obvias. En el 2014, la factura de los fármacos oncológicos que asumió Salut ascendió a 165 millones de euros, 10 millones más que un año antes. Les siguen los antirretrovirales que frenan la progresión del virus del sida, una terapia indefinida cuyo coste público fue de 133 millones en el 2014. Tras ellos, se encuentran los anticuerpos monoclonales y las sustancis biológicas que tratan la artritis reumatoide, una enfermedad autoinmune y grave, en constante e inexplicable aumento. El tratamiento hospitalario del dolor es asimismo muy costoso, en concreto los derivados de la morfina empleados como paliativo de grandes sufrimientos. España destaca en Europa en la prescripción de productos que deberían detener la osteoporosis y en la administración, extendida a afectados de todo tipo de demencias, de fármacos diseñados para atenuar los signos del alzhéimer. Muy caros.