APARIENCIA FÍSICA Y SALUD

Impotencia de madre

El propio cuerpo 8 Una enferma de anorexia, ingresada en un centro de trastornos alimentarios en París.

El propio cuerpo 8 Una enferma de anorexia, ingresada en un centro de trastornos alimentarios en París. / AFP

INMA SANTOS HERRERA
BARCELONA

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«Mi hija padece anorexia, y la familia, impotencia». Por no haberse dado cuenta antes, por no saber qué más se puede hacer que no se haya hecho ya, por no saber cuál fue el engranaje que puso en marcha el mecanismo que llevó a su hija de 15 años a precipitarse en una espiral de autodestrucción en la que sigue aún atrapada tres años después. Impotencia ante los mensajes que hacen bandera de una delgadez que se ha impuesto como símbolo de éxito social, laboral y personal y que en cambio consume día a día la vida de su hija.

«¿Qué hice mal con ella?», se pregunta F. F., y aunque los médicos le han dicho que no es culpa suya, no puede evitar responsabilizarse. Su hija, dice, era una candidata a padecer la enfermedad por su carácter introvertido y autoexigente y su predisposición genética, por eso siempre estuvo pendiente, aunque no supo darse cuenta a tiempo. F. F. asegura que han educado a sus dos hijas igual, que les han inculcado los mismos valores. «Pero hay cosas de las que no las puedes proteger. Están en una edad en que necesitan sentirse parte del grupo y siguen estereotipos, y estos son los que son: chicas delgadas, frágiles, enfermizas».

Su hija, I. F., mayor de edad, está ingresada contra su voluntad desde el pasado noviembre en un centro concertado de trastornos alimentarios. De poco le sirve a F. F. oír que un 70% de los trastornos de alimentación se curan. «En el caso de mi hija, estamos en la franja restante, esa que se estrecha poco a poco y que se divide entre los crónicos y los que se van», dice con un hilo de voz.

HACIA LA PERFECCIÓN

R. V. se estremece cuando afirma que, aunque sabe que no puede bajar la guardia, que hablar de «curación» es complicado en esta enfermedad, ellos han tenido «suerte». Su hija, P. V., cayó en la anorexia el año pasado, con 14 años. «Siempre ha tenido unas expectativas muy altas en la vida: quiere ser investigadora y ganar mucho dinero, vivir en EEUU...», explica R. V. Y añade: «Y también un marido guapo y la perfección... entrar en una talla 32. Al fin y al cabo es lo que nos venden por todas partes».

Parecen inofensivos sueños de adolescentes, pero en realidad son un reflejo de la sociedad. «Esta sociedad es dura e hipócrita, sobre todo con la mujer; no es suficiente un currículo brillante. Además, hay que tener una imagen acorde a un estereotipo imposible. Y eso genera presión», denuncia F. F.

P. V. empezó el tratamiento en el hospital de día de un centro de trastornos alimentarios el pasado julio («aún estamos en ello»), y desde enero ha vuelto al instituto (cursa tercero de ESO) y a convivir con sus amigos. Su madre, consciente de la presión social, cruza los dedos: «Ahora que llega el buen tiempo habrá que renovar el vestuario, ha ganado peso y eso supone un cambio de talla». Y recuerda la cara de su hija cuando el tema de la comida quedó regulado y recuperó peso, y a ella se le ocurrió decirle: «Qué guapa estás». Relacionó un halago con aumento de peso. «Su cara decía: '¿qué quieres decir, que estoy gorda?'».

 

UN GOLPE DE REALIDAD

Como madres, R. V. y F. F. lo hacen lo mejor que saben y pueden («Hablas con ella, la llevas a un centro, la pones en manos de especialistas, te implicas en la terapia») pero tienen la sensación de remar contracorriente. Saben que tienen que luchar contra la insatisfacción consigo mismas de sus hijas, que es muy importante que aprendan a valorarse más allá del físico. Pero ¿cómo hacer calar esa idea cuando de vuelta a la realidad los mensajes

que reciben en medios, entorno y redes van por otro camino?

Y la realidad es la que es. La estética de la delgadez se impone en las modelos  y la publicidad,  en los cantantes y actores, en las tiendas de ropa a través de tallas pequeñas... Son, por supuesto, palos en las ruedas para la recuperación de estas chicas. Y el problema se ha multiplicado en los últimos años en internet y las redes sociales, a través de webs y foros sobre el tema. «El móvil es una herramienta que se escapa del control de los padres y que les da acceso a miles de webs, a foros en Twitter, Facebook, Instagram, Twenti e incluso grupos de WhatsApp que incitan a estos trastornos alimentarios -explica con resignación

R. V.-. No les puedes requisar el móvil para toda la vida, y ciertos comentarios a esta edad pueden influir negativamente cuando están en tratamiento».

Ambas empatizan con Lidia Amella y la recogida de firmas que esta madre inició hace unos meses para pedir al Gobierno en change.org el cierre de blogs, webs y enlaces que fomentan la anorexia y la bulimia. Y apuestan, sobre todo, por la prevención. Cada acción suma en el camino hacia la solución, que auguran lejana: un cambio de chip que rebaje la presión. Mientras, R. V. seguirá luchando para que su hija no pierda la sonrisa recuperada. Y F. F., para que esa sonrisa casi olvidada vuelva a brillar.