Los psiquiatras diseccionan la mente del copiloto

ÀNGELS GALLARDO / BARCELONA

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los psiquiatras y psicólogos forenses que trazan autopsias de mentes homicidas suelen seguir el patrón de la lógica: consideran en primer lugar la hipótesis más sencilla o plausible y desde ahí avanzan hasta el más complejo y retorcido razonamiento criminal. Este procedimiento, no obstante, les resultaba ayer poco eficaz para establecer qué empujó al joven Andreas Lubitz hacia el precipicio de los Alpes franceses con 150 vidas a su cargo. Aun así, y ante hechos tan irrefutables como que Lubitz impidió el acceso a la cabina de mando del comandante, o el largo tiempo

-ocho lentos minutos- que invirtió en el descenso definitivo, apuntaron algunos supuestos. Entre ellos, que el copiloto pudo ser impulsado o por una «crisis confusional» que le borró la noción de su persona, y la del momento y el lugar en que se encontraba, o que lo dominó un intenso y súbito deseo de darse muerte para dejar de sufrir, haciendo extensivo su suicidio -en una especie de acto social compasivo- al resto del pasaje.

Ambas hipótesis están descritas en la literatura psiquiátrica. No sería la primera vez que suceden, aunque generan discrepancias. «Lo primero que he pensado al escuchar lo sucedido ha sido en un suicidio extendido decidido por el copiloto para acabar con la pesada carga que le suponía vivir y, de paso, hacer un favor a los pasajeros», afirmó Enric Álvarez, responsable de Psiquiatría en el Hospital de Sant Pau. «Es un acto que exige una enorme fuerza de voluntad», puntualizó.

Sin embargo, cuando un suicida extiende su autoagresión a otras personas con esa supuesta buena intención, las víctimas suelen ser de su familia. «En esas formas de suicidio siempre existen los afectos: una madre trastornada que pretende evitar el futuro sufrimiento a sus hijos pequeños, un marido enfermo que acaba con su mujer...-indicó Jordi Baget, psicólogo forense que ejerce en los juzgados de Barcelona-. En este caso, no había emociones conocidas entre el copiloto y el pasaje». «Las flores no crecen de golpe», añadió al descartar la hipótesis. Baget sí consideró posible, en cambio, que Lubitz sufriera una crisis «confusional», una alteración cerebral imprevisible que causa desorientación completa: impide discernir dónde se está, el día y hora presentes y, lo más grave, borra temporalmente la noción de quién es uno mismo. «Como una demencia, como una borrachachera: no hubiera podido coordinar sus acciones, ni abrir la puerta al comandante que intentaba entrar», describió Baget. Un brusco descenso de los niveles de glucosa en la sangre pueden provocar esta crisis, o también una drástica descompensación hormonal que, sin embargo, hubiera podido ser advertida en un análisis sanguíneo.

No consideran verosímil estos especialistas que el copiloto sufriera un repentino brote psicótico, una crisis que los juristas describen como trastorno mental transitorio. «Sus compañeros, o su familia, lo hubieran detectado la noche anterior al vuelo -indicó Baget-. Una estructura mental próxima a la psicosis se percibe perfectamente en un test de personalidad, y los pilotos de avión deben realizarlos con frecuencia».

Insistiendo en que «lo raro es raro que ocurra», el psicólogo forense citó otras posibles, e improbables, causas para este homicidio: que Lubitz fuera objeto de una hipnosis programada por terceras personas que le hizo activar la palanca del choque, o que una conjunción lumínica desconocida causara el mismo efecto.

El forense Josep Arimany, presidente de la Societat Catalana de Medicina Legal, emplazó a realizar una urgente autopsia psicológica de Andreas Lubitz y discrepó del fiscal de Marsella, Brice Robin, que había descartado la muerte por infarto del copitolo aludiendo a la respiración pausada que se percibe en las grabaciones del avión. «El fiscal se ha aventurado en exceso -afirmó Arimany-. Lubitz pudo sufrir un dolor coronario intenso sin perder el ritmo respiratorio; o un accidente vascular cerebral, un ictus, que lo dejara obnubilado y somnoliento, sin control de sus actos». No aseguró que ese estado le hubiera impedido abrir la puerta de la cabina.

Arimany introdujo otra conjetura posible: que el copiloto sufriera la crisis descrita como «reacción en cortocircuito», y, ante la eventualidad de que el comandante iba al lavabo, actuó irreflexivamente. «Supongamos que antes de subir al avión recibió en su móvil un mensaje de su pareja en el que le decía algo así: 'Amo a otra persona. Te dejo'». «Esa noticia, súbita, puede causar un cortocircuito -aseguró el forense-. En ese estado, se actúa rápidamente, sin valorar las consecuencias. Se quiere desaparecer del mapa, del mundo. Huir. Si todo ocurrió así, a Lubitz no se le ocurrió pensar en el pasaje».

También pudo ocurrir, a juicio de Arimany, que el caos mental en que debieron transcurrir las últimas horas de Andreas Lubitz fuera consecuencia de un síndrome denominado psicosis tóxica, con frecuencia atendido en los hospitales catalanes, causado por el consumo de drogas. «Provoca un cuadro similar al del brote psicótico, con alucinaciones. Casi si siempre se debe a la cocaína», sostuvo Arimany. «En los momentos del brote, el afectado no sabe lo que hace», explicó. Los pilotos pasan esporádicos controles para descartar el consumo de drogas, pero no en todos los vuelos. «Urge un estudio toxicológico», sugirió.