«Yo destrozaba el piso de mis padres para conseguir algo»

Centro Julià Romea, donde atienden a menores, en verano pasado.

Centro Julià Romea, donde atienden a menores, en verano pasado.

TONI SUST / BARCELONA

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Padres, madres, hermanos e hijos. Todos los actores del doloroso proceso que supone una situación de violencia de hijos contra padres en un hogar se sentaron ayer por la tarde en CosmoCaixa para explicar cómo empezó todo, cuántos años pasaron antes de que encontraran una solución, unos, y de que aceptaran buscarla, otros. Y cómo están ahora. Fue en el marco de la primera Jornada de prevención y asistencia en violencia filio-parental, en Barcelona. En algunos casos, un día el niño empezó a gritar y a destrozar cosas. En otros fue de forma gradual. En unos, es un pésimo estudiante. En otros, brillante. Hogares pobres y ricos. También hay chicas. Hablamos de un fenómeno en alza: durante el 2013 hubo 4.659 denuncias contra menores (de 14 a 18 años) por este tipo de violencia en España, 333 de ellas en Catalunya.

«Yo no pegaba a mis padres. Pero les gritaba. Destrozaba el piso. Porque quería algo y lo tenía que conseguir. Lo has tenido todo siempre y hay un momento en el que te dicen que no. Haces lo que sea para conseguirlo», explica Y., uno de los menores que tomó la palabra y que ha sido tratado por la entidad terapéutica Amalgama-7, que atiende o ha atendido todos los casos que se dieron a conocer ayer. «Quiero remarcar la importancia de los padres. Aunque hayamos sido unos cabrones, a un hijo lo que no le ayuda es que un padre tire la toalla. No tengáis miedo, no tiréis la toalla», prosiguió. El desconcierto que sufren los padres quedó claro cuando hablaron.

C. es madre de un chico que a los 17 años manifestó una conducta sin precedentes. «De repente, tu hijo empieza a gritarte, a faltarte al respeto y a agredirte. Y todo acaba en una denuncia en los Mossos. Es un estudiante excelente. Llamas al colegio y te dicen que va muy bien. Notas magníficas, trae amigos a casa, todo bien. Pero resulta que tu hijo tiene una vida paralela. Y no entiendes nada. Empiezas a culpabilizarte, por el divorcio, por dárselo todo. Y los terapeutas te dicen: 'Basta'».

En el caso de J. no pasó de repente. A su hijo ya le diagnosticaron de pequeño TDAH, trastorno de déficit de atención con hiperactividad. E inició una «búsqueda constante» de nuevos colegios, con un sentimiento de culpa constante. «Hay un momento en que tienes que decidir si te vas de casa o se va el chico». El suyo ya ha recibido el alta de Amalgama-7. Antes estuvo hasta ocho meses en un centro. Ahora va a la universidad. J. tiene claro quién debe tomar cartas en este asunto: «La Administración debe abordar el problema».

CANNABIS Y TRASTORNO

En muchos casos se da una patología dual, en la que confluyen las adicciones y un trastorno. Muchos menores atendidos llegan por la drogadicción. Algunos no logran ganar la batalla. Lo contó J. M., que aludió a una comparación sobre los casos de los menores violentos que abren un paréntesis en su vida y lo cierran cuando están recuperados. «Mi hijo abrió el paréntesis y no lo cerrará hasta el final». En un momento del camino alguien le dijo que no había nada que hacer: «Sé que su hijo es una bomba pero no podemos hacer nada más».

R., una chica de 20 años a la que Amalgama-7 dio el alta en verano, advierte de que la violencia filio-parental no es solo masculina: «Asociamos violencia con chicos y las chicas, tela también. Es una violencia distinta, más sibilina. Pero en el fondo es lo mismo».

B., de 18 años, cuya adicción derivó en mala relación con los padres, se detiene en lo que piensan los jóvenes, los malos de esta película: «No solo los padres son víctimas, también los hijos que ejercen la violencia. Porque quienes desarrollan estas conductas lo hacen porque están tan mal consigo mismo que pagan su malestar con quien saben que no se lo va a devolver».

LLEGA LA POLICÍA

Uno de los temas que salió a relucir es la intervención de la policía en una situación de crisis. P. explica qué sentía cuando los agentes entraban a por él, llamados por su familia: «A mi casa ha venido muchas veces la policía. Me daba igual. Cuando llegaban me descontrolaba hasta que me placaban y hablábamos un rato y se me pasaba. Ahora me parece un poco vergonzoso. Debe ser muy duro para un padre llamar a la policía», admite.

Una madre explicó cuánto le costó entender que tenía que ponerse dura, que no podía ceder en todo para intentar evitar el conflicto: «Le trataba entre algodones. No quería darle una excusa para que saliera a la calle y consumiera. Hasta que vi que era mi responsabilidad».

El camino que han recorrido todos los citados empieza con ese paréntesis inicial. Pero P., una chica ya con el alta, subrayó que quizá no se cierra con otro paréntesis sino «con puntos suspensivos». Al final se pidió consejos a los padres. Algunos de los que ofrecieron son los que siguen: Saber decir no a los hijos, mantener la unidad de la pareja ante estos, comparar experiencias con otros afectados y hablarlo con familiares y amigos.