Las 7 cajas de la diagonal

Holocausto en el desván

A veces la verdad se aposta en la oscuridad. Dory Sont (Barcelona, 1946) encontró en el altillo del piso de su madre siete cajas de cartón con documentos y cartas que reconstruyen un pasado que desconocía. Unos 30 miembros de su familia fueron perseguidos o asesinados por los nazis . El libro 'Las siete cajas' reconstruye la identidad que le fue ocultada.

kurt y dorel sontheimer. Los hermanos (ella con guantes), frente al avión de Lufthansa con la esvástica en el fuselaje, a su llegadaa El Prat, en 1935.

kurt y dorel sontheimer. Los hermanos (ella con guantes), frente al avión de Lufthansa con la esvástica en el fuselaje, a su llegadaa El Prat, en 1935.

NÚRIA NAVARRO

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Una tarde de finales de octubre del 2002, Dory Sont se dispuso a poner orden en el domicilio de su madre, fallecida 15 días antes a los 90 años después de irse apagando y balbucear en sus últimos días una frase en alemán sin aparente sentido: «¡Ahora viene la Gestapo y se nos va a llevar!». En el silencioso quinto piso del inmueble de la Diagonal, Dory merodeó por las estancias y entró en el dormitorio que había ocupado de soltera. Abrió el altillo y, entre mantas y otros bultos, descubrió siete cajas de cartón numeradas con pulcritud. Siete, como los brazos del candelabro judío. Dentro halló algo que sus padres, Conrado y Rosita Sont, le habían ocultado durante 54 años y que transformaría para siempre su vida: un abrumador pasado familiar de persecución y muerte a manos de los nazis.

Aquello desató una tormenta en su interior. Dory había crecido como católica practicante. Fue bautizada, estudió con las monjas alemanas, hizo la comunión y apenas faltó a misa de domingo en la iglesia de Nostra Senyora de Pompeia. Durante medio siglo todo había encajado en un modelo de vida ordenado y confortable, ennoblecido por un alto sentido de la ética. Aunque, bien pensado, recordaba algún fogonazo de extrañeza. Siempre le había chocado que fueran tan pocos de familia. Podía contarlos con una mano: sus padres, el abuelo Max que había venido de Cuba a vivir con ellos y el tío Julius, hermano de Rosita, que residía en EEUU y de vez en cuando les hacía una visita. «¿Por qué somos tan pocos? ¿No tengo primos?», había preguntado Dory en alguna sobremesa. «Murieron en la guerra», zanjaban sus padres. «Tenían una gran habilidad para cambiar de tema», se da cuenta ahora. También le desconcertaba que, pese a su firme orgullo alemán, nunca se relacionaran con otros alemanes. «Imagino que temían que fueran nazis», deduce.

Un anuncio de pasada

Apenas una vez, cuando cumplió los 18, recuerda, le anunciaron que su origen era judío. De pasada y sin adornos. Así que ella siguió con su vida. Estudió Farmacia, se casó a los 22 años con el ginecólogo Josep Maria Gil-Vernet, trabajó en la dirección técnica del laboratorio Liberman y tuvo tres hijos, que estudiaron en los jesuitas y que, con el tiempo, le han dado siete nietos. «La verdad es que no presté atención a aquel anuncio sobre mis orígenes -admite, frente a los papeles de las siete cajas desplegados por el parquet del salón-.

Estaba sumida en una hiperactividad que no era muy común en una mujer de mi época».

Tirando de la madeja documental hasta ordenar la historia en un libro, Las siete cajas (Circe), Dory ha pasado la última década reconstruyendo su identidad. Sus padres, Conrado y Rosita Sont, se llamaban en realidad Kurt y Rosl Sontheimer. Sus familias los enviaron en 1929 y en 1933, por separado, a la Barcelona republicana para apartarles de una Alemania enrarecida. Max Sontheimer, el padre de Kurt, era dueño de la fábrica de porcelanas Lehmann & Co., con filial en Barcelona y cuyas exportaciones a Cuba le valieron el nombramiento de cónsul alemán en La Habana. Así que Kurt se encargaría del negocio y su hermana, Dorel -también embarcada en el mismo destino-, acabaría trabajando en una distribuidora de películas infantiles que trajo Bambi a las pantallas de la capital catalana.

Los hermanos se adaptaron sin dificultad a la vida de la ciudad. Organizaban animadas excursiones y ahogaban nostalgias en la cervecería Heidelberg de la plaza de Universitat. Más tarde, Dorel se las apañó para presentarle a una amiga llegada de Friburgo, Rosl Heilbruner, que había sido despedida de su cargo como ayudante de un abogado de la cancillería por ser judía y había logrado una oferta de trabajo en los almacenes Sepu como secretaria de comercio exterior. Funcionó. Kurt y Rosl se enamoraron, se casaron el 31 de diciembre de 1936 en un juzgado y se instalaron en el número 476 de la calle de Muntaner.

Justo cuando la familia alemana empezaba a sufrir la depuración racial de Hitler, Kurt obtuvo la nacionalidad española. Pero, para mayor intranquilidad, el comandante Franco ganó la guerra y el matrimonio Sontheimer, temiendo que la Gestapo actuara en España, decidió convertirse al cristianismo y casarse por la iglesia el 18 de agosto de 1939, con la complicidad del párroco Ángel Rovira.

Dorel, en cambio, ante la idea de someterse a la versión hispánica del fascismo, había preferido embarcarse en 1936 rumbo a la Palestina británica, donde vivían su tía Ella y su familia. «Al abrir las cajas -cuenta Dory-, el primer gran impacto que recibí fue ver en una carpeta el telegrama que notificaba la muerte de Dorel durante el bombardeo de la fuerza aérea de Mussolini sobre Tel Aviv, el 9 de septiembre de 1940». Aquel papel con una línea en letras color malva era la representación gráfica del dolor que debió de experimentar su padre. «A partir de ahí empecé a estudiar los documentos y las cartas obsesivamente», reconoce. Durante tres meses apenas pudo pegar ojo.

El fin de la historia

Mientras, Max y Rosa Sontheimer, tras malvender la fábrica a un ario y ajenos a la muerte de su hija, intentaban escapar de Alemania. En sus pasaportes figuran como Max Israel y Rosa Sara -Israel Sara eran la humillación preceptiva impuesta a los judíos, como la J de Juden en la tapa-. Kurt, desde Barcelona, movió cielo y tierra para sacarlos. Llamó a la puerta de Juan Antonio Güell, marqués de Comillas, fundador de la Compañía Trasatlántica, para que extendiera un par de billetes a Cuba, pero el permiso de tránsito por España se resistía. Al final, el 20 de diciembre de 1940 lograron embarcar hacia La Habana y ponerse a salvo, aunque Rosa falleció en la isla de un infarto cuando empezó el genocidio.

Los padres de Rosl, Lina y Eduard Heilbruner, corrieron peor fortuna. Tras una operación de limpieza en la Selva Negra, el 23 de octubre de 1940 los arrancaron de su hogar, junto al padre de Lina. Solo pudieron llevarse 100 marcos y una maleta. Los adocenaron en el campo de concentración de Gurs, en Aquitania, y más tarde a Récebédou, cerca de Tolosa, y en Les Milles. Su hijo Julius, a quien habían enviado un año antes a Nueva York con unos familiares, presionó cuanto pudo al consulado americano en Marsella. Pero el 1 de julio de 1941 ya no extendieron un solo billete más y el cónsul general de España en la ciudad francesa, Vicente Vía Ventalló, colaborador del régimen de Vichy, no firmó la autorización para que pudieran entrar en España. Lina, desesperada, incluso intentó contactar con republicanos españoles para que los pasaran por los Pirineos. Sin éxito.

El 20 de enero de 1942 una quincena de criminales nazis se reunían en el lago Wannsee, cerca de Berlín, y trazaban la Solución Final, el protocolo del Holocausto. Empezaba la matanza industrializada de más de seis millones de judíos. El 30 de agosto de aquel año llegó la última carta de los Heilbruner. Fueron trasladados a Drancy y de ahí, montados como ganado en trenes hacia Auschwitz. «En Drancy pude ver uno de aquellos vagones, quién sabe si del tren en el que se llevaron a Lina y Eduard», aventura Dory.

«Leer la correspondencia del paso de mis abuelos por aquellos campos inmundos, sin dar muestras de odio en ningún momento, y su muerte en la cámara de gas es lo que más dolor me ha causado», admite, después de casi memorizar las 300 cartas que se cruzaron. Estaban solo a 300 kilómetros de Barcelona. Habría bastado con que aquel cónsul firmara los malditos papeles. Un gesto los habría librado de la muerte. 

El saldo del horror

Julius, el hijo de Lina y Eduard, se alistó en el Ejército norteamericano y participó como radiotelegrafista en el desembarco de Normandía y en la liberación de Buchenwald. No pudo salvar a sus padres, pero sí rescatar a su tío Nathan del campo de concentración de Noé. Cinco hermanos de Lina y sus cónyuges murieron en el Holocausto. Un primo hermano de Kurt sobrevivió tras su paso por los campos de Terezín, Auschwitz y Schasenhausen. En total, 30 miembros de la familia de Dory Sont fueron engullidos por la trituradora nazi.

Por eso, lo conmocionante de la historia es ese silencio denso, ontológico, de los padres de Dory. «Es una actitud recurrente en los supervivientes –corrige el historiador Manu Valentín, que ultima el libro El exilio judeoasquenazí en Barcelona (1933-1945)–; miles de judíos optaron por convertirse, borrar el rastro de su identidad y empezar de cero, ser otros para proteger a sus descendientes». Un reset que era aún más justificado en la España católica de Franco, a quien no le temblaba el pulso a la hora de devolver a los judíos a la frontera para dejarlos en las garras de la Gestapo. «Un caso dramático fue el de la judía alemana Jenny Kehr, que se ahorcó en la cárcel de Les Corts en diciembre de 1942 cuando supo que al día siguiente la iban a trasladar a Portbou», explica Valentín.

Y Dory corrobora la tesis del historiador. «Todos los descendientes de mi familia que he ido encontrado en Viena, Praga, Londres, Tel Aviv, Buenos Aires, Montreal, Quebec y Nueva York coinciden en que fue la generación del silencio», subraya. «Seguramente sentían la frustración de no haber podido rescatar a los que murieron –añade–. Experimentaron la culpa por haber sobrevivido».

La fuerza del destino

Aun así, Dory no notó la infelicidad en sus padres. Y guarda un tiernísimo recuerdo de su abuelo Max. Se adoraban. «Cuando yo tenía 7 años, él fue ingresado con un cáncer de próstata letal y yo, por una peritonitis –explica–. Los dos estuvimos 48 horas en coma. Él murió y a la misma hora yo desperté». Durante aquellos siete años, tampoco él soltó prenda. Según los especialistas, muchos supervivientes sienten que si cuentan los horrores sufridos le otorgan una segunda victoria a los verdugos. Pero «el silencio es una forma eficaz de transmisión», advierte Yael Danieli, victimóloga y directora de The Group Project for Holocaust Survivors de Nueva York. Lo oculto espera a ser revelado. Quizá por eso, los Sontheimer callaron pero no quemaron los papeles. Los dejaron en el altillo para que fueran descubiertos y se reparara la memoria.

Ante esa tarea, le advirtieron a Dory que indagar en el pasado causa heridas. Ella ha llorado mucho y ha soñado mucho también desde aquella tarde de octubre del 2002, pero mantiene la entereza. «He sumado, no restado. Hoy me considero una judía católica –dice sonriendo–. Oír al papa Francisco decir que todos tenemos origen judío es un alivio, ¿no?». Ahora bien, le ha aflorado la sensibilidad frente al antisemitismo –«yo lo noto»–, y no deja de formularse una pregunta que seguramente no tendrá respuesta: «¿Por qué los aliados no bombardearon las vías de aquellos trenes si sabían que iban a los campos de exterminio?».

También le han pasado cosas extraordinarias. A partir de la publicación de Las siete cajas, le llamó un antiguo empleado de su padre de principios de los 40 y le contó algo conmovedor. Un día que fue de visita a su casa en aquellos años, la asistenta le confesó: «La señora [su madre] se ha pasado la tarde llorando por sus padres». Y esta misma semana le ha llegado una carta firmada por Montserrat Miquel, una amiga íntima de su madre que hoy tiene unos lúcidos 100 años y vive en una residencia. En ella recuerda los veranos compartidos en Sant Feliu y menciona las «cosas» de las que sus padres no querían hablar «en aquellos tiempos tan desgraciados para todos». Dory la irá a visitar a fin de mes para tirar de su memoria.

Entretanto, ha viajado a siete países para conocer a una decena de familiares de los que antes no sabía nada. «A todos nos hace una ilusión tremenda el reencuentro». Y ha llamado a la puerta de la comunidad judía de Barcelona. Y hace un año y medio la invitó la Diputación de Barcelona para participar en el ciclo Perseguits i salvats sobre el paso por los Pirineos entre 1936 y 1948. «Colaborar con ellos me ha dado oportunidad de formarme al lado de historiadores, sociólogos y escritores», explica.

Pero aún tiene proyectos por estrenar. Ir al registro civil a cambiar el apellido Sont por el de Sontheimer. Buscar a tres jesuitas citados en una anotación que encontró en las cajas. Explorar otras ramas de la familia. Y avanzar en un segundo libro sobre la fábrica Lehman –la que perteneció a su abuelo y dirigió su padre–, cuyo edificio sigue intacto en el número 159 de Consell de Cent. 

También visitar Auschwitz. Cuando esté preparada. Aún no.