testigo directo (publicado en 'más periódico' el 13-4-2014)

El hombre que planta cara al ébola

Este enfermero de Médicos sin Fronteras es uno de los 17 expertos mundiales en la bomba biológica que solo en Guinea Conakry ha matado ya a 95 personas, y que se ha extendido a Sierra Leona y Liberia. Luis Encinas (Villaviciosa, 1969) regresó de ese infierno el domingo 6 de abril tras atender durante dos semanas y media a casi un centenar de afectados. Pero su cabeza sigue en África. Aquí cuenta los primeros flases de su intensa misión.

Este enfermero de Médicos sin Fronteras es uno de los 17 expertos mundiales en la bomba biológica que solo en Guinea Conakry ha matado ya a 95 personas

El enfermero de Médicos sin Frontereas, Luís Encinas.

El enfermero de Médicos sin Frontereas, Luís Encinas. / periodico

LUIS ENCINAS

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El domingo partí de Guinea Conakry, después de dos semanas y media sobre el terreno, en un vuelo de Air France con destino a París. Iba con el responsable de la OMS para fiebres hemorrágicas. Al entrar en el aparato observé que las azafatas llevaban guantes. Sonreí. Minutos después, ya instalado en clase turista, la sobrecargo me pidió información. Quería saber si había estado en contacto con algún enfermo. Admitió que estaban asustados. «Tenemos información dramática, nos dicen que si te contagias, tienes el 90% de posibilidades de morir –me dijo–; de los ocho tripulantes de cabina, solo dos han accedido a embarcar cuando se han enterado de que usted venía, hemos tenido que buscar sustitutos». La tranquilicé. Le dije algo que es muy importante que se sepa: hasta que el cuerpo de la persona infectada por el virus del Ébola no empieza a descontrolarse, no hay riesgo de transmisión.

El vuelo transcurrió sin contratiempos, excepto por el retraso que todo esto generó. Dejaba atrás muchas miradas, momentos humanamente difíciles, muchas emociones, mucha injusticia. Durante una fracción de segundo pensé en las llamadas de todo tipo que recibí. Una de ellas era de un medio de comunicación que me preguntaba qué riesgo había de que «el Ébola saltara la valla de Melilla». Y yo pensé: «¡Hablemos de las personas que están aisladas como si tuvieran la lepra, de las condiciones en las que tienen que pasar sus últimos días, de los esfuerzos para que los supervivientes puedan retomar sus vidas!». Estando allí me sorprendió el interés tan agudo de Europa por un brote hemorrágico en África, cuando hay enfermedades como la malaria que matan a un millón de personas cada año y a nadie le importan. Esta vez la intranquilidad tiene algo de «huy, que esto puede llegar a mi casa como llegó el cólera en el siglo XIX». Y me preocupa que eso se transforme en la estigmatización del inmigrante africano. «¿Tendrá Ébola? Si me toca, ¿me puede matar?».

El miedo es humano, naturalmente. Incluso en una reunión celebrada en mis últimos días en Conakry –éramos unos 30 funcionarios y expertos en una sala muy pequeña y con el aire acondicionado estropeado– dije en voz alta «¡uff, qué calor que hace aquí!» y una americana, rápidamente, me preguntó con una inquietud mezclada con un punto de ironía: «¿Fever?» [¿Fiebre?].Sin comentarios.

También a mí me suelen preguntar si tengo miedo. Sí, lo tengo. Es un miedo necesario. El que te avisa de que estás ante una bomba biológica, de que no sabes de dónde viene el peligro. Ante un brote de esta magnitud –el epicentro está en Guéckedou y en Macenta, pero el virus ha llegado a Mamou y a Conakry, e incluso se han dado casos, pocos, en Sierra Leona y Liberia–, al llegar y enfrentarte a esa realidad cambias tu tarjeta SIM y ni siquiera entre expatriados nos tocamos. Es una forma de dibujar el marco en el que vas a trabajar, para que el guardia de seguridad, la cocinera, el chófer, la gente que está a tu alrededor lo vean. Un automatismo de prevención. Porque de 19 enfermos en Conakry, nueve eran enfermeros o médicos que se infectaron antes de saber a lo que se enfrentaban. Compañeros unidos en la voluntad de ayudar que habían pasado al otro lado de la línea roja. También es duro que se aproximen niños a los que con una mirada les pides que no se te acerquen, o cuando te invitan a un té y lo rechazas. Eso no está en la naturaleza humana, y menos en África, donde el huésped siempre es bienvenido. Pero hay que evitar la percepción de que, si alguien resulta infectado, haya sido por el contacto con algún miembro de nuestro personal.

Otra lección de la experiencia –esta ha sido la quinta vez que trabajaba con un Ébola– es la importancia de crear un espacio propio en algún momento del día. Para escribir o para lo que sea. Es importante no quemarte, porque solo si estás bien puedes ser más empático y responder mejor a las necesidades de los enfermos. De hecho, a la zona de aislamiento entraba dos veces al día, como máximo.

El operativo en esa sala es muy lento. Las botas, la chaqueta, los guantes, el mono cerrado por varias partes con nudos simples y con una abertura que permite colocarte la mascarilla. Tardas unos 25 minutos en ponerte el traje de astronauta y otros 40 en quitártelo. Y no puedes estar dentro más de un hora porque estás trabajando a 34 grados, con una humedad de hasta el 80%. Sudas a mares. Además, dentro, con las gafas de esquiador, tienes una visión muy reducida. Todos los movimientos se hacen muy despacio. Si te giras rápido, hay una puerta con un clavo y te traspasa el traje, tienes que salir, desvestirte y volverte a vestir. Sé qué riesgos he tomado y, sobre todo, sé los que no he tomado. He visto, entrevistado y auscultado a muchos enfermos, pero si me hubiera visto en un incidente, me habría aislado y habría hecho un seguimiento de mi temperatura. Pero no ha sido así. No esta vez.

Parece mentira que en seis horas de vuelo te encuentres a años luz del lugar que dejas. Sin embargo, sigo teniendo la mente allí. Me fui con la sensación de haber dejado cabos sueltos. Antes de partir, un sanitario infectado que estaba bastante bien a nivel clínico, que andaba y comía, me dijo en la zona de aislamiento de Conakry: «Quiero ver la bola esta noche». «¿De qué bola me estás hablando?», le pregunté. «La bola de Barcelona». Se refería al partido del Barça de la Champions. Le pedí al responsable de logística si le podía instalar una tele, pero me respondió que mejor que no, que luego habría que desinfectarla. ¿De qué me estaba hablando?

Si para ellos es importante el fútbol o una telenovela africana o que entre el curandero a ofrecerle unas hierbas naturales porque tú les has dicho que no hay tratamiento, eso se convierte para mí en lo más importante. Ante la negativa del logista, me entraron ganas de subrayar en rojo la palabra Dignidad, así, con D mayúscula. No solo hay que procurar tratamiento, sino poner al paciente en el centro de nuestra preocupación. Me fui sin saber si aquel sanitario aislado tenía su televisor, así que escribí un correo insistiendo en que se lo proporcionaran. Y esta semana me he enterado de que figura en la lista de los primeros casos de supervivientes. Sonreí en silencio. Ahora podrá ver los partidos con sus amigos en el barrio de Matam.

Tampoco se me va de la cabeza el patriarca de la minoría étnica to-mas (gente de la ley, significa), que estaba a cargo de tres familias de Macenta. Su hijo, el que tuvo con su tercera mujer, era el primer caso de la epidemia allí. Un niño de 7 años, «el benjamín y el más listo de la familia». Fui al poblado, protegido con guantes y mascarilla. El pequeño estaba muy mal; no había sido capaz de salir al patio. El anciano tampoco tenía buen aspecto. Le dolía la espalda, la cabeza y tenía algo de diarrea. En otro contexto, lo habríamos relacionado con un episodio de malaria. Pero los síntomas del niño eran como los de un paludismo superacelerado. A las 2 de la mañana llamaron para decirme que el niño había muerto. Les dije que, por muy duro que resultara, procuraran no tocarlo, que llegaríamos a primera hora para ayudarles a hacer de manera segura el aseo mortuorio.

Llegamos vestidos de calle y explicamos al imán y al padre qué íbamos a hacer. Hay que negociar con las autoridades religiosas sobre el tratamiento de los cadáveres, porque allí los lavan, les hablan, los visten, los abrazan, les rezan y los acompañan a ir al otro lado del río. Pero el cadáver es el principal foco de contagio. Debes encontrar un punto intermedio para que ellos corran el mínimo riesgo respetando al máximo la cultura local. Nos vestimos delante de ellos y pedimos a un par de familiares que nos observaran desde lejos, para que vieran que no le robábamos el alma del niño.

La casa era minúscula. Hacía un calor tremendo. Teníamos que tomar una muestra de sangre del niño, pero habían pasado demasiadas horas desde su defunción y tuve que hacerle una punción pericárdica. No tengo hijos, pero si hubiera sido padre y hubiera tenido que hacer esa maniobra a un niño de 7 años muerto es probable que no hubiera podido... Pedí que nadie me tocara, para concentrarme al máximo. El silencio era abrasador. Si me pinchaba sería fatal. Sota, caballo y rey.

Luego lavamos al niño, lo vestimos con la ropa que nos dieron, cerramos la bolsa mortuoria y señalamos con una marca dónde estaba su cabeza. De lo contrario, el impacto psicológico en los suyos habría sido tremendo, porque los rezos siempre deben orientarse hacia la Meca. El padre me dijo que era el quinto familiar que perdía por el Ébola en un mes. Escalofrío. Silencio. Otro y otro más.

Por la tarde pasé de nuevo por su casa y vi que la tercera mujer del patriarca, la madre del niño fallecido, tenía sangre en los labios. «Ha ido al dentista», explicó él. No me gustó. Algo sonaba mal. Con el historial y los síntomas, lo mejor era ingresar a los dos en el hospital. Se negaron una y otra vez. Y yo me negué a ceder. Al final aceptaron. Ella, muy digna, dijo que iba porque quería atender a su marido. Pero la última vez que entré en la zona de aislamiento, era incapaz de levantar el brazo para que le pusiéramos el termómetro. En 48 horas su estado empeoró a toda velocidad. Falleció. El marido mejoró e intentamos darle ánimos. «¿Para qué sobrevivir si lo he perdido todo?», nos dijo. Uno no se encallece ante eso. No.

Tampoco puedo olvidar a un hombre que vino en moto. Delante y detrás de él iban sus hijos, abrazándole para que no cayera. Así viajaron a lo largo de 12 kilómetros. El hombre estaba muy mal. Había lavado un cadáver y asistido al entierro. Murió dos horas después. Al día siguiente, uno de los hijos, de 22 años, me dijo que tenía heces negras y algo de fiebre. El otro relató que le dolía la cabeza y se sentía febril. Aún en shock por la pérdida del padre, les persuadí de que debían quedarse en la zona de observación. Uno de ellos huyó despavorido, y yo comprendí sus motivos. El miedo a morir es humano. ¿Se imaginan que mañana les dicen que están enfermos, los aislan, les explican que no hay tratamiento y que seguramente van a morir? Finalmente volvió y le hicimos las pruebas de laboratorio. Dio negativo. Cuando se lo comunicamos, se puso a llorar como un niño. Esa es la otra cara de esta tragedia. La que te da fuerzas. 

No soy ningún héroe. Ni lo quiero ser. No tengo mayor mérito que los que entran a ayudar en las favelas de Brasil y se exponen a que les peguen un tiro. En esta misión en Guinea Conakry solo he querido contribuir a romper la cadena del contagio, participar en el fin de este brote. En los 20 años que llevo en Médicos sin Fronteras, mi único deseo ha sido siempre ayudar.

¿Aventurero? Quizá. Diría que la itinerancia está en mi carácter. Mi padre trabajaba en una empresa especializada en suelos industriales que le obligaba a viajar mucho. Yo nací fuera, quizá en un rincón de África, la verdad es que no lo recuerdo. Me crié en Villaviciosa (Asturias) y estudié en Bélgica. He vivido en Roma, París, Bruselas y Barcelona. Pero recuerdo que en Bélgica, era pequeño, me impactó un espot que decía: «Yo mañana quiero ser un médico sin fronteras». También ha quedado fijada en mi memoria la noticia de la invasión de la URSS en Afganistán que vi en un informativo de finales de los años 70. En ella hablaban de los médicos y los enfermeros franceses desplazados allí. Me identificaba absolutamente con esa imagen.

Así que estudié primero Enfermería y después, Medicina Tropical. Y a los 23 años me enrolé en la organización. He vivido momentos intensos en Afganistán, en la primera guerra de Liberia, en la República Democrática del Congo, Camboya, Colombia, Haití y Angola. Actualmente soy coordinador de operaciones para la zona del Sahel –Guinea Bissau, Mali, Níger, Nigeria y Zimbabue– de Médicos sin Fronteras, y cuando hay una emergencia como esta salta el espíritu colectivo en todas las secciones de nuestra organización, para poder mandar al mejor equipo. En el caso del Ébola, somos 17 los expertos y 60 los trabajadores de MSF desplazados allí.

Sé la importancia de actuar en función del peligro. No soy temerario. Y mi pareja y mi familia confían en mí. Saben que es parte de mi identidad. Yo prefiero asumir riesgos hoy a morir a los 75 años en un asilo. Hago mía esa frase que dice: «No me arrepiento de lo que hice, sino de lo que he dejado de hacer».

TRANSCRIPCIÓN: NÚRIA NAVARRO