Análisis

Evaluar a evaluadores

JAUME TRILLA

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Desde hace tiempo se viene insistiendo en la necesidad de evaluar al profesorado. Si se evalúa a los alumnos y también a los sistemas educativos no es, por supuesto, defendible que deje de evaluarse a un colectivo tan determinante de la calidad de tales sistemas como es el docente. Solo desde actitudes cerradamente gremialistas podrían ponerse reparos a ello. Pero justamente porque el profesorado juega este papel tan esencial, la instauración de cualquier proceso evaluativo deberá hacerse con el máximo rigor y cuidado. Tres breves reflexiones al respecto.

La primera es que en el diseño del plan evaluativo a implementar debería contarse siempre con la participación activa y el consenso del propio colectivo docente. Al fin y al cabo, ellos son también expertos en evaluación, pues una parte de la tarea que tienen encomendada consiste justamente en evaluar a sus alumnos. Además, seguro que muchos profesores, probablemente los mejores, no dejan de autoevaluarse a sí mismos de forma continua. Y esta autoevaluación, aunque la realicen por procedimientos informales, genera un valioso conocimiento experiencial y ajustado a la realidad sobre los posibles aspectos mejorables de su quehacer.

Indicadores fiables

El segundo comentario es para resaltar que los indicadores que se utilicen en la evaluación deberían ser lo más fiables posibles. A menudo, en este tipo de evaluaciones se emplean indicios bastante secundarios por el hecho de que son más fáciles de obtener y cuantificar. Indicadores como, por ejemplo, cursos de perfeccionamiento en los que se ha participado, publicaciones o incluso las notas obtenidas por el alumnado. No son, desde luego, indicadores desdeñables, pero resultan insuficientes y no siempre son fiables, pues bien conocida es la suerte de picaresca que puede generar una cierta perversión de la cultura evaluacionista a la que me referiré después. Picarescas posibles como acumular acreditaciones no tanto con el objeto de mejorar la propia práctica como para salir airoso en las evaluaciones; o evaluar con gran benevolencia a los alumnos si uno de los indicadores importantes que se van a tomar en consideración para evaluar al profesor es el índice de aprobados en sus clases.

La posible perversión de la cultura evaluativa a la que me refería es que, de facto, terminase resultando que fueran los propios sistemas de evaluación los que establecieran los objetivos y contenidos de aquello que se trata de evaluar. Creo que con algún ejemplo se puede ilustrar lo que quiero decir. Cuando lo que mejor aprenden los alumnos es a pasar exámenes es cuando estos mismos alumnos -y, sobre todo, el sistema que les ha inducido a ello- han caído ya en la trampa de la perversión evaluativa antedicha. Algo parecido podría ocurrir con la evaluación del profesorado; que algunos acabasen ejerciendo la docencia solo o preferentemente en función de aquellos indicadores con los que van a ser evaluados. Sería también como si quienes establecieran los objetivos y contenidos educacionales, de forma indirecta pero determinante, fueran los expertos de PISA. O sea, invertir el sentido y la razón de ser de la evaluación: las agencias de evaluación convertidas en una tecnocracia que se erige en el principal gestor del sistema educativo.