ORGULLO E INTERÉS EN LA PATRIA DEL PONTÍFICE
La conversión de Argentina
Abel Gilbert
Corresponsal en Buenos Aires
Especialista en América Latina y doctor en comunicación. Ha cubierto los principales acontecimientos políticos regionales durante las últimas dos décadas para El Periódico. Es autor de ocho libros, tres de ellos en colaboración, y se apresta a publicar otros dos.
ABEL GILBERT
La llamada llegó a las tres y media de la madrugada de Argentina. El padre Alejandro Ruso atendió su celular y lo conectó con los altavoces colocados afuera de la catedral Metropolitana, donde miles de fieles pasaron la noche, a la espera de la entronización de Bergoglio. «Tengo una sorpresa», le escucharon decir a Russo. Y, de repente, llegó su voz de ese más allá romano.
«Acérquense a Dios. Dios es bueno, Dios siempre perdona, Dios comprende, no le tengan miedo», dijo Francisco. Hubo sollozos, miradas anegadas hacia el cielo y abrazos. El Papa les pidió que «no haya odios ni peleas» y que dejen «de lado la envidia», y añadió: «No le saquen el cuero a nadie [una manera muy argentina de ejercer la crítica despiadada], dialoguen». Por último, les rogó: «No se olviden de este obispo, que está lejos pero los quiere mucho». Bergoglio cortó la llamada, empujado por las necesidades del protocolo vaticano. En el aire de la plaza de Mayo quedó, para los participantes en la vigilia, una sensación de regocijo. La idea de que el Papa se comunicara con sus feligreses argentinos provino del director del Centro Televisivo Archidiocesano, Julio Rimoldi. «Lo noté superfeliz, contento. Parece que tiene 20 años menos», dijo.
En la plaza de Mayo, frente a la sede del Gobierno, y en otras plazas del país unas enormes pantallas proyectaron el momento único de la historia: hay un Papa que «es nuestro». Todos se lo apropian en estas horas de orgullo y egocentrismo.
Mañana sin escuela
Los opositores sueñan con que el Pontífice les eche una mano, cara a las elecciones legislativas. Su influencia, creen, podría horadar el kirchnerismo. El jefe del Gobierno de Buenos Aires, Mauricio Macri, un magnate aprendiz de José María Aznar, decidió ayer mismo minar sus tradiciones laicas y decretó el día de Bergoglio. Por la mañana no hubo clase. Tampoco para los hijos de las familias no católicas.
El Gobierno, que tuvo relaciones muy tirantes con el exarzobispo, también apuesta por ser bendecido por la gracia vaticana. La presidenta, Cristina Fernández Kirchner, la primera en ser recibida por el Pontífice, emitió un claro gesto de concordia: sumó a su comitiva a la exjueza Alicia Oliveira, amiga personal del Papa, perseguida por la dictadura y la persona que con más vehemencia salió en su defensa en estos días, cuando irrumpieron los cuestionamientos sobre su papel durante los años de espanto. «Hay un Papa peronista», no se cansa de decir el secretario de Comercio, Guillermo Moreno.
El director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, no sale de su asombro por la pirueta política: «Estoy escandalizado. Me parece un retroceso político trascendente, inútil y criticable, lleva el mito de la nación católica al límite de la estupidez electoralista». González, tal vez el intelectual más prolífico que tiene el kirchnerismo, no se privó de la ironía. La añeja broma del general Juan Perón («en la Argentina todos son peronistas, pero algunos no se han dado cuenta») halla una nueva traducción política: hoy, todos son papistas. «Si quiere hacer algo en serio, que declare el fin del celibato en el sacerdocio». González sabe que eso no sucederá ni en chiste.
Bergoglio, Máxima, Messi
La plaza de Mayo fue indiferente a los reparos y suspicacias. Muchos aseguraban haber conocido «al padre Jorge», hablado con él, viajado juntos en el metro, almorzado. Fueron bendecidos o le dieron la mano. Todos se sintieron testigos de un milagro. «Acá está nublado, seguro que diluvia. Pero en Roma salió el sol. Una señal, ¿no?», dijo uno. «Si hasta Cristina lloró al verlo», comentó otro. «Esto es increíble. Bergoglio, Máxima, Messi... », señaló un tercero. Había leído en La Nación el artículo de Rolando Hangling Tres argentinos de clase media. «Faltaba él en la ceremonia», deslizó una señora. Un apóstata le habría contestado que Dios había llegado el lunes a Buenos Aires, para preparar el partido de la selección argentina ante Venezuela.
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