Reacciones ante la precariedad
La clase media como termómetro social
La movilización de la ciudadanía es una de las pocas buenas noticias que podemos celebrar en tiempos de crisis. Los drásticos recortes que están teniendo lugar en salud y educación, y, más recientemente, en las rentas mínimas de inserción, han provocado una reacción contundente, visible en constantes manifestaciones, encierros en los centros de salud y otras formas de expresar el malestar y reivindicar derechos. Las simpatías que ha despertado entre la gente el movimiento del 15-M han facilitado sin duda la movilización, protagonizada no solo por jóvenes en paro, sino por colectivos muy diversos, incluyendo una muy activa tercera edad. Que la ciudadanía se movilice es una muestra excelente de madurez democrática de nuestra sociedad y un mensaje nítido a aquellos que pretenden reducir la práctica democrática al ejercicio del voto y la consecuente entrega de un cheque en blanco a los representantes elegidos.
El detonante de las movilizaciones son evidentemente los recortes, pero creo que la regularidad y la magnitud de la respuesta ciudadana tienen que ver sobre todo con que los efectos de la crisis empiezan a dejarse notar en amplias fracciones de la clase media. La pérdida de empleo o el aumento de la precariedad en las condiciones de trabajo alteran las posibilidades de varios sectores sociales de acceder al mercado para pagar la salud o la educación. Los recortes en los servicios públicos y su merma de calidad son entonces una amenaza, no solo para aquellos que no tienen otra opción que recurrir a ellos, sino también para los sectores altamente sensibles a la relación calidad-precio en el momento de elegir entre lo público y lo privado. Pero cuando las posibilidades de salida de lo público se reducen, no queda otro remedio que reclamar cobertura y calidad de los servicios públicos, que es a lo que en definitiva se debe recurrir.
La salida y la voz
La clase media se parte así entre aquellos sectores cuyo poder adquisitivo les permite mantenerse en el mercado -normalmente con un mayor esfuerzo económico- y aquellos a los que la crisis deja sin capacidad de elección y deben sumarse, a gusto o disgusto, a los perennes consumidores de servicios públicos. Se produce así la paradoja de la salida y la voz. Mientras es común observar un efecto huida de algunos sectores de los servicios públicos como consecuencia de unos recortes que ya están afectando a la calidad del servicio, la defensa de lo público deja oír mejor su voz, porque a ella se suman grupos sociales que, a pesar de su pérdida de poder económico, conservan la capacidad de ser oídos.
Es difícil saber qué va a pesar más en el futuro inmediato, si la salida o la voz. La magnitud de la crisis y sobre todo la persistencia de unas oscuras expectativas de futuro es probable que aumenten el malestar de colectivos que tengan menos donde elegir y de aquellos que puedan solo recurrir a unos servicios privados de menor calidad y menor precio.
Sumémosle el profundo descontento de aquellos grupos cuya situación social y económica alcanza niveles dramáticos. Los recortes en las rentas mínimas de inserción (RMI) afectan a familias prácticamente sin otro ingreso que la ayuda pública. Se trata de colectivos marginales y sin voz, pero que en un contexto de indignación social colectiva pueden encontrar la solidaridad y los canales necesarios para proyectar más y mejor su protesta social. Es difícil saber si estas protestas pueden derivar en conflicto. En otras circunstancias nada podría hacer pensar que los recortes en las RMI pudieran generar una explosión social, pero ocurre que la caja de resonancia del descontento proyecta con fuerza voces muy diversas. Y bien haría el Govern en calibrar los decibelios.
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