LA ÚLTIMA TARDE DE TOROS EN BARCELONA

Por la puerta grande

Los taurinos, tras despedir con fervor a José Tomás, se resisten a aceptar que la Monumental nunca más volverá a acoger una corrida

Serafín Marín se viste en la habitación de su hotel antes del festejo de ayer.

Serafín Marín se viste en la habitación de su hotel antes del festejo de ayer.

Edwin Winkels

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Se abre la puerta grande, a lo mejor por última vez, chirrían las dos vallas metálicas en la esquina de la Gran Vía con la calle Marina, y entre la expectación, los empujones y los gritos aparece, incómodo sobre hombros, José Tomás. No sonríe el ídolo taurino por las dos orejas cortadas en su plaza fetiche, ni tampoco llora por no regresar nunca más a la Monumental. Su cara es un poema de agobio, de querer salir de ahí cuanto antes, alcanzar entre un infructuoso cordón policial la furgoneta que le espera para llevarlo a su hotel, donde puede empezar a reflexionar sobre la noche histórica que acaba de vivir, el cierre definitivo de esas rejas de la puerta grande donde, seguramente, nunca más pasarán toreros a hombros como a las ocho y media de este domingo José Tomás, seguido por Serafín Marín y Juan Mora.

«¡Libertad!», vuelve a gritar la gente, y esa es la que quiere alcanzar Tomás, el gran salvador momentáneo de la Monumental tras su reaparición en el 2007, el triunfador que salió casi una veintena de veces a hombros del último coso barcelonés.«Catalunya es taurina»,vuelve a sonar también, cuando la afición toma la calle, cuando la noche otoñal ya ha caído sobre Barcelona, pero esas palabras José Tomás ya no las escucha. Ya está en la furgoneta, a salvo.

Tampoco se ven lágrimas entre los aficionados que van abandonando una plaza que últimamente frecuentaban muy poco.«Pero vamos a volver, seguro. No hay nadie que se crea que esta haya sido la última corrida de la historia en Barcelona», dicen unos integrantes de la peña taurina Las Cinco Villas de Egea de los Caballeros, pueblo de Zaragoza.

Los hay que han venido de más lejos aun para asistir a la última corrida, y que albergan la misma esperanza de que la tauromaquia no murió ayer en Barcelona. Daniel y Kai son dos amigos alemanes. El primero se ha desplazado desde Nuremberg solo para vivir el último fin de semana en la Monumental, plaza que descubrió a los 6 años«como tantos otros guiris, cuando nos trajeron aquí en autocar». «Fue en 1982. Aún tengo la entrada, toreaban Paquirrín, Ruiz Miguel y Esplà. Y no he sido un niño traumatizado por eso; todo lo contrario, desde entonces me aficioné a los toros. Pero si aquí lo prohíben de verdad, nunca más vendré a Barcelona, ni para el Sónar»,amenaza el alemán.

Su amigo Kai vive en Barcelona, y se aficionó«gracias a Hemingway, como tantos otros» que leyeronMuerte en la tardeoVerano peligroso. Y dice Kai que ahora incluso en Alemania no solo hay oposición de animalistas a los toros, sino cada vez más comprensión hacia el arte del toreo.«Mucha gente baja vídeos de José Tomás de YouTube».

Como a la ópera

Ambos alemanes se encuentran antes de la corrida con un grupo de gente igualmente bien vestida

-«a los toros se va como a la ópera; ahí tampoco vas con chanclas»,dicen- en la amplia y muy concurrida acera frente al histórico bar taurino Bretón.«Aquellos dicen que somos sádicos; no entienden nada»,dice Daniel, y señala a la otra acera, una manzana más abajo, desde donde llegan, entre los silbidos de los agentes de la Guardia Urbana que intentan regular el tráfico, los gritos de una treintena de antitaurinos, con una melodía fija. «Adéu, adéu, adéu», cantan, palabra que se repite en las pancartas, junto con«hasta nunca»y«nunca más».

Unos puñados demossosles defienden de la previsible ira de las miles de personas que pasan por delante, camino de las entradas colapsadas de la Monumental. Algunos entran al trapo como los toros a un capote. Vuelan insultos de un lado a otro, alguien se refiere a un psiquiátrico, otro a un matadero, pero todo se queda en solo eso hasta que, después de la corrida, unos taurinos sueltan algún puñetazo aislado.

«Tampoco estamos para muchas celebraciones. Nuestra lucha no se ha terminado hasta que consigamos que prohíban los toros en toda España», dice la activista Diana Rodríguez, que ha viajado desde Madrid para vivir de cerca una tarde histórica y que se ha ataviado con dos cuernos en la cabeza.

También desde Madrid, pero sin cuernos, ha llegado el cineasta catalán Jordi Grau, autor de un libro protaurino,¿Torturadores?,para asistir a la última tarde en una Monumental que él ya frecuentaba desde los 13 años. Eran los años 40«y había tanta gente como hoy», recuerda Grau.«Se organizaban entonces hasta tres corridas por semana, sobre todo porque había mucha rivalidad entre Manolete y Arruza. Acababa una corrida el domingo y ya anunciaban a la salida otra para el martes. Y otro lleno». A Grau le suelen entrevistar en Madrid por ser unprogrecatalán protaurino y dice que ahí tienen una opinión«un poco simplista, pero tal vez cierta»sobre la prohibición de los toros en Catalunya:«En Madrid, todo el mundo dice que es puramente una cuestión política».

Fiesta, no entierro

Muchos taurinos, sin embargo, acuden esta soleada tarde del último domingo de septiembre a la Monumental con la convicción de que la fiesta no se acaba aquí, que la justicia o la propia política repararán«el error»de la abolición. Y más que a un entierro, dicen asistir a una fiesta, con José Tomás como el principal atractivo.«El cartel del sábado era mejor, más completo, pero Tomás es Tomás», dicen Dori Sánchez y Manel Martín, que repiten por segunda tarde consecutiva con amigas de Ciutadans, cuyo líder, Albert Rivera, aprovecha la gran afluencia de un público de tendencia conservadora y españolista para ofrecer una pequeña rueda de prensa junto a la presidenta del PP, Alicia Sánchez Camacho. Camacho promete seguir defendiendo los toros como«patrimonio cultural nacional».El PP es la única formación política que ha montado una carpa frente a la Monumental y reparte abanicos con un toro, las letras CAT y el logo del partido, pero no hace tanto calor como para usarlo.«Yo soy español», gritan un gran grupo de aficionados tres horas después, antes de que el entorno de la Monumental recupere la calma de casi siempre. Y para siempre.