PUBLICADA EL 18-09-2011

El auge del turismo rural alumbra nuevos roces campo-ciudad

Albert Nou, su hija Meritxell y su nieto, Yacu, en el Ripollès, la semana pasada.

Albert Nou, su hija Meritxell y su nieto, Yacu, en el Ripollès, la semana pasada.

MARÍA JESÚS IBÁÑEZ
MOLLÓ

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El lugar se llama Fabert, ocho casas y una proliferación ingente de insectos voladores. Un cartel dice que en 50 minutos uno puede llegar a Francia a pie. A pie tendrá que ser porque el camino que conduce hasta el paso fronterizo luce, desde hace unas semanas, una clarísima indicación de prohibido el paso para vehículos a motor. Se diría que el mundo se acaba un poco en este pequeño núcleo de Molló (Ripollès). El cierre de la antigua vía de trashumancia, muy aplaudido por los vecinos, se inspira en el corte de caminos que hace ya unos años aplicaron municipios del Pallars y se adopta como prevención ante el alud deboletairesprevisto para este otoño.

En la plaza del pueblo, donde aún hay restos de banderolas de viejas fiestas mayores, hay siete gatos tomando el sol y cinco coches aparcados a la sombra. Uno de ellos muestra, pegado en una esquina del cristal delantero, el adhesivo que le acredita como abonado de la zona verde de Barcelona. Justo lo que buscábamos: unpixapins, unboletaire, senderista o veraneante que apura sus vacaciones en busca de paz y tranquilidad. ¿Porque realmente buscan eso, no? ¿Paz y tranquilidad?

«Pues posiblemente ahí radica el problema. La idea, el escenario, que algunas personas de ciudad se han formado respecto del campo o de la montaña es el de un lugar silencioso, un lugar en el que van a reposar, pero olvidan que hay otra gente que vive allí todo el año y que, por tanto, cría ganado, utiliza maquinaria agrícola, produce ruidos, vaya», responde Pere Jordi Piella, de la plataforma El Ripollès Existeix.

«El auge del turismo rural, que tan de moda se ha puesto en los últimos años, está acentuando algunos problemas de convivencia entre los residentes habituales y quienes solo están de visita», admite Ann Gyles, alcaldesa de Alfés (Segrià) y presidenta adjunta de la Associació de Micropobles de Catalunya, que agrupa a 71 municipios de menos de 500 habitantes. Para Gyles, que lleva más de 30 años viviendo en esta zona de secano cercana a las Garrigues, «todo parte de una cuestión de respeto». «Lo normal cuando alguien visita un país es que trate de adaptarse, no de imponer su voluntad», apostilla.

'MOBBING' RURAL / Toques de campana cada cuarto de hora, cantos de gallo a horarios intempestivos, cencerros de vacas que resuenan en desorden al lado de casa... Hay mil excusas que alimentan las desavenencias entre urbanitas y payeses. Malos olores, caminos cortados, gastroenteritis causadas por aguas poco o nada depuradas. El verano que está a punto de terminar ha alumbrado nuevos desencuentros o lo que la organización agraria JARC bautizó hace un par de años comomobbingrural. Ha habido nuevas sentencias judiciales obligando a acallar las campanas durante la noche (en Sant Mori, Baix Empordà) y se ha decretado el cierre de caminos para evitar que sigan sufriendo destrozos por su alta frecuentación (en Molló).

El ritmo con que se registran conflictos campo-ciudad depende, en buena medida, del perfil sociológico de cada lugar. Y aunque el fenómeno, explica el profesor Antoni Tulla, del departamento de Geografía de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), está aún poco estudiado podrían determinarse al menos tres causas. «La primera -dice Tulla- es el porcentaje de segundas residencias utilizadas. Cuando el peso de los turistas es mayor que el de la población autóctona, hay más probabilidad de que los primeros acaben imponiéndose a los segundos».

GENTE DE BARRIO / El segundo factor, prosigue el profesor, es «la temporalidad de esos turistas: las personas de origen urbano que se instalan de forma permanente en un pueblo suelen ser más respetuosas que las que van al campo de forma esporádica». Y la tercera, «la cultura rural» o lo que es lo mismo: «la gente que vive en barrios urbanos de fuerte identidad, como Gràcia o el Poblenou, en Barcelona, valoran la vida del pueblo por lo que es y no exigen cambios, como sí hacen quienes viven en barrios más impersonales».

Por eso, porque hay que preservar la identidad del campo y mantener las actividades tradicionales, el sindicato Unió de Pagesos reclama desde hace años a la Generalitat una ley que proteja los espacios para uso agrario. «Lo que hasta ahora se consideraba propio del mundo rural, la agricultura y la ganadería, ha dejado de ser tolerado porque ha perdido peso en la economía. Ahora molesta, porque es minoritario», denuncia Andreu Ferré, técnico de la organización agraria. «No tiene sentido -concluye- que las mejores tierras se destinen a infraestructuras, polígonos industriales o promociones de pisos».