Análisis

El futuro de la indignación

Carles Feixa

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El inspirador del 15-M, Stéphane Hessel, propuso transformar la indignación en compromiso. Los sucesos de ayer parecen dar la razón a los que prefieren convertirla en rabia, que suele ser la manera más rápida de justificar la vuelta al orden. Como ciudadano, no puedo sentirme más alejado de las actitudes intolerantes y violentas de algunos indignados, que no representan a todo el movimiento. Acordonar la Ciutadella es un error ético, pues impedir por la fuerza el juego democrático es una barrera que nunca debió traspasarse. Y un error estratégico, pues puede hacer perder al movimiento la legitimidad laboriosamente ganada en el mes de ocupación pacífica de las plazas.

Como investigador social, sin embargo, debo interrogarme sobre el pasado, presente y futuro del movimiento, es decir, sobre sus causas, desarrollos y derivas. Las causas ya las analicé el 20 de mayo en estas páginas. Su desarrollo confirma que, más que con la primavera árabe, que combatió a regímenes autocráticos, la primavera hispana se inscribe en el ciclo de protestas que empezó con el otoño griego de 2008 y reverdeció en Portugal hace poco: en los tres casos se trata de estados del sur de Europa que vivieron largas dictaduras, construyeron estados del bienestar precarios que no llegaron a beneficiar a los jóvenes, han reaccionado de forma semejante a la crisis, siguiendo las recetas de los organismos financieros internacionales, y comparten unas juventudes hiperformadas y maduras por un lado pero precarias y dependientes por otro. Como he podido constatar in situ en Catalunya y Sol, los jóvenes indignados han conseguido crear micrópolis espontáneas, pacíficas y organizadas, que reproducen a pequeña escala la historia del urbanismo: la ciudad-campamento, la ciudad-ágora, la ciudad-intercambio, la ciudad-protesta y la ciudad digital. Pero en lugar de volverse una ciudad glocal que regresara a los barrios y se expandiera por el mundo (como pretendían muchos activistas), optó por sitiar los lugares políticos por antonomasia -los parlamentos- sin caer en la cuenta de que esa era una batalla perdida de antemano.

Pero sería un error pensar que la deriva de la Ciutadella invalida los motivos de la protesta y deslegitima todo intento de interlocución. El futuro de la indignación depende de la capacidad autocrítica de sus activistas, pero también de la capacidad de la sociedad para canalizar esa rabia. Pues la democracia del siglo XXI no puede refugiarse en los parlamentos, aunque de ningún modo puede construirse contra ellos.