Publicado en El Periódico el día 13 de mayo

«Fue el fin del mundo»

Alimentos 8 Miembros de Protección Civil reparten alimentos en un campamento de damnificados.

Alimentos 8 Miembros de Protección Civil reparten alimentos en un campamento de damnificados.

EDWIN Winkels

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Salvando las distancias, la escena recuerda a la impactante foto de la joven japonesa, llorando sentada entre los escombros de Miyugi, localidad arrasada por el tsunami del pasado marzo. Ni el terremoto es igual, ni la tragedia tan inmensa, ni los daños humanos y materiales tan garves, pero eso a Cristina Rabal la da igual. Ella vive su propio drama, y lo refleja su rostro de angustia, su voz entrecortada, su vida revuelta, sentada entre unos pocos enseres en la acera de la carretera de Granada, en el barrio de La Viña, el más afectado por el terremoto murciano. Mientras ella tiene la mirada perdida, a sus espaldas, donde se ve su bloque desencajado con muros de ladrillos que resultaron ser naipes, los vecinos van sacando cosas de sus pisos, en compañía de soldados de la Unidad Militar de Emergencias.

Los padres de Cristina entran y salen corriendo. «Da miedo -dicen-ver las escaleras rotas, las grietas, los muros caídos. La nevera ya no se cierra. Hemos cogido lo que nos hacía falta, ya no entramos más». Cristina, que tiene 16 años, teme que les derriben el edificio. Ha cogido un poco de ropa, cosas viejas, lo primero que encontró. Se sienta entre cinco bolsas de plástico y una pantalla de televisor. En el suelo, dos móviles que no paran de sonar.«Estamos bien, hemos tenido suerte. En el primer terremoto no me di cuenta de qué estaba pasando. El segundo, el más fuerte, me pilló en la calle. Mi madre estaba en el bar de enfrente, donde estallaron todas las ventanas. Cuando vi las imágenes, no me creía que esto había pasado aquí». Casita en la playaLa familia de Cristina tiene, como mucha gente de Lorca, una casita o un apartamento en la cercana playa de la Costa Cálida. Ellos se van, con lo poco que han podido sacar de casa, a Los Terreros, cerca de Águilas.

Otros se van a casa de familiares, como José Martínez y Francisca Espinosa, que deben tranquilizar por teléfono a su hija, que vive en L'Hospitalet de Llobregat. Aún tiemblan cuando recuerdan los fatídicos segundos de la tarde del miércoles. Como todo el mundo. Nunca tantos hombres han llorado como este jueves, el día siguiente, en Lorca. Solo hablar del tremendo temblor de la tierra -apenas 6 segundos en que costaba mantener el equilibrio, en que se caían macetas, televisores y lámparas, en que en las casas se abrían grietas«como puños», en que las fachadas se desprendían y las cornisas comenzaban una caída para matar a personas y destrozar coches-, solo recordar eso hace saltar lágrimas.

«Fue el fin del mundo», dice José, al que el segundo terremoto le pilló en la terraza de su casa.«Las baldosas comenzaban a levantarse como si fueran unas olas. Salimos corriendo mientras la escalera se rompía. Fuimos a casa de familia en Puerto Lumbreras y solo hemos vuelto para recoger unas pastillas contra la alta tensión. Pero no nos atrevemos a entrar más en casa».José lo explica en un pequeño parque donde alguna gente ha buscado refugio. En las calles, entre los escombros y las fachadas maltrechas, apenas hay vida. Casi nadie se acerca a los edificios, todo el mundo camina por el centro de la calle. Bomberos y militares derriban los muros y las cornisas en peor estado.

Una onda expansiva

Cuando recuerda el segundo seísmo, José Martínez habla de«una explosión» y de«un zamarrazo». Es la sensación que ha tenido más gente. Cecilio García lo describe como«una onda expansiva» que arrasó a todo lo que encontraba por su camino. Cecilio espera junto a su mujer, Josefa Martín, y el perritoBlackieen una cola de uno de los tres campamentos para damnificados. Apenas quiere recordar lo que pasó poco antes de las siete. Estaba delante del bar La Viña, en la antigua N-340 que atravesaba Lorca, cuando a su lado cayeron cientos de ladrillos que mataron al nieto del dueño del bar. Como otros que estuvieron cerca, nunca olvidará esa imagen.«No esperábamos que el segundo terremoto fuese más fuerte porque normalmente las réplicas son más suaves. Y siempre lo ves en la tele, pero nunca te imaginas que algo así te puede ocurrir a ti», dice su mujer, Josefa.

Voluntarios de Protección Civil han comenzado a repartir bocadillos, agua y zumos.«No seamos exquisitos, esto no es un restaurante»,grita uno de ellos cuando varios chavales rechazan el bocata de jamón y solo quieren el de atún con pimientos. No sabe que los musulmanes no comen cerdo. El 80% de los integrantes de esa cola son inmigrantes, sobre todo magrebís y suramericanos. El 20% de los 92.000 habitantes de Lorca son extranjeros, y son ellos los que no suelen tener ni familia cerca ni casita en la playa para refugiarse. En el enorme campamento del recinto ferial, la cónsul de Ecuador toma nota de sus ciudadanos afectados.

Las 11 monjas de la orden de Santa Clara, que lleva desde el año 1405 en Lorca, están recibiendo llamadas de hermanas de hasta Palencia para acogerlas. Su convento ha sido uno de los edificios más afectados; la iglesia está destrozada, el campanario, a punto de caerse.«Nos llamó un particular, Julián, que dijo que saliéramos porque venía un segundo terremoto. Gracias a él nos salvamos, por poco», dice sor María Jesús, que a duras penas contiene sus lágrimas. El convento parece siniestro total, con la imagen de Jesús, que cayó de las alturas, apoyada en una barandilla.