Extraños en el campo

FERRAN COSCULLUELA

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Son las seis de la tarde y hace pocos minutos que el autobús escolar ha dejado a media docena de niños en la calle Major de Oix, un pequeño núcleo rural de la Garrotxa que comparte municipio con Montagut. Padres y madres jóvenes acuden a recogerlos. Ninguno de los adultos va vestido a la moda. Especialmente ellos: viejas camisetas roídas, pantalones cortos descoloridos e incluso calcetines de diferente color. Con ese desaliño, en las calles de Barcelona alguno de ellos no pasaría desapercibido. Les llaman neorrurales, aunque ellos abominan de este calificativo y, en general, de la mayoría de etiquetas. Viven al día, con lo justo. De trabajos esporádicos. Y aunque no se consideran una comunidad, su filosofía se asienta en una forma de vida alternativa, en contacto con la naturaleza y en la que la ayuda mutua y el intercambio son fundamentales.

En su mayoría son jóvenes de ciudad, algunos de ellos extranjeros, que un buen día se plantearon cambiar de escenario y también de forma de vida. Los hay que han comprado masías, otros viven de alquiler y muchos otros han optado por ocupar viejos caserones abandonados, en los que no hay agua corriente ni luz eléctrica y abunda la soledad. No es un fenómeno nuevo, pero en los últimos años ha repuntado en la Garrotxa, un santuario histórico de los movimientos alternativos.

DOS MUNDOS DISTINTOS / «No tenemos problemas graves, de delincuencia o drogadicción, pero es indudable que este fenómeno provoca ciertos riesgos de encaje social en el pueblo. Los hay muy serios, que llegan aquí con proyectos de agricultura ecológica y de contacto con la naturaleza. Algunos llevan muchos años y están arraigados en el territorio, pero otros van de paso, rebotados de la ciudad, con un tipo de vida muy marginal, casi de supervivencia», comenta Narcís Ribes, alcalde de Montagut-Oix, que desde que estalló la crisis ha visto cómo este proceso de «okupación rural» ha aumentado.

El alcalde calcula que en su municipio, con una población de un millar de habitantes, hay unos 150 neorrurales. Estas familias han supuesto una aportación de savia nueva al pueblo, ya que han engrosado las aulas de la escuela con una treintena de pequeños y han aumentado la disponibilidad de mano de obra para trabajar en campos y bosques. Pero esta población recién llegada también comporta «cierto divorcio» con las costumbres y tradiciones del pueblo y, lo que a juicio del alcalde es peor, la posibilidad de que se creen dos mundos paralelos. «Ahora mismo hay una relación cordial, pero cada uno de estos grupos [los vecinos de toda la vida y los neorrurales] va a la suya. Esto puede causar problemas de cohesión social, por eso es muy necesario establecer conexiones entre ambos», afirma Ribes.

RECURSOS / Su otra preocupación es de orden económico, ya que considera imprescindible que las personas que se instalan en el municipio tengan garantizada la «viabilidad económica» de su nuevo plan de vida. «Igual que las ciudades tienen sus planes de barrio, en el medio rural necesitamos ayudas para dar trabajo a la gente y para proporcionar los servicios básicos. No se puede permitir que haya gente sin ninguna calidad de vida porque se considera que es una opción personal y que es una forma de vida alternativa. Igual que no se puede permitir que haya vecinos que pagan impuestos y otros que no los pagan», insiste.

A 15 kilómetros de distancia, en la comarca del Alt Empordà, medio centenar de neorrurales han repoblado el antiguo núcleo de Lliurona, perteneciente al municipio de Albanyà, que fue abanadonado en los años 70. El alcalde, Vicenç Campassol, también lamenta la falta de «implicación» de algunos de ellos con la vida local. «Aunque se viva en el campo, hay que adecuar caminos, instalar cañerías de agua y proporcionar servicios básicos. Y para hacerlo, guste o no, tenemos que colaborar todos», recuerda.