cuento de navidad

Testamento de Navidad

El autor sitúa el relato en una cena de familia que se celebra entre la muerte de los padres y la lectura del testamento. Al llegar al postre, afloran las cuentas pendientes entre hermanos y cuñados.

MARÍA TITOS

MARÍA TITOS

Toni Mollà

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Me parece que acabamos de celebrar las primeras Navidades del resto de nuestra vida. La muerte de nuestros padres ha marcado un hito sin retorno, abrupto y definitivo. La última vez que nos encontramos los hermanos fue en el cementerio de Valencia. Desde entonces, cada cual ha seguido su camino. No he tenido ninguna noticia de ellos hasta la llamada de mi hermano mayor hace ahora quince días.

La verdad es que no me apetecía desplazarme desde Lanzarote, donde me he instalado después de una prejubilación más o menos involuntaria. He venido a regañadientes, sin ganas de compartir mesa y conversación con unas personas cada día más desconocidas. Las obligaciones legales y la necesidad de los trámites de la herencia me han llevado, temeroso, a la antigua residencia familiar que ahora ocupan mi hermana y familia. Me he sentido extraño, totalmente ajeno, pese a haber nacido allí. Antes de llamar a la puerta, me he tragado un par de ansiolíticos preventivos mientras me entretenía en ver una retahíla de papás noeles de todas las medidas escalando por los balcones del vecindario.

En contra de la costumbre familiar, he sido el último en llegar. Todo el mundo iba muy elegante, más que el día del entierro. Dentro, había un ambiente de fiesta de celofán y algodón, inquietante. Yo no probaba el alcohol desde que me diagnosticaron un problema hepático. Pero después de los saludos, me he servido un whisky de malta sin hielo. Antes de sentarse a cenar, R. ha tropezado con la figura de Lladró que preside el comedor y ha derramado un vaso de Coca-Cola sobre mis tejanos. He tenido que ponerme un chándal de mi cuñado, que, según dice, es un gran jugador de pádel.

La mesa ya estaba bien puesta. De entrantes: embutidos y jamón ibéricos, angulas de Aginaga, gambas rayadas de Dénia y foie gras mi-cuit. Después, carrilleras de cerdo al horno. De postre, la inevitable piña Del Monte. En la primera media hora, la nostalgia compartida ha sido mano de santo. Pero, al segundo plato, el hospital, la residencia donde hemos tenido ingresados a los padres en los últimos meses y el final súbito de ambos han sacado lo peor de nuestras entrañas. Los efectos verbales del Rioja Alta han comenzado a la hora de los turrones y los pastelitos de boniato, que se han quedado sobre unas fuentes de cristal de Bohemia. Nadie ha probado tampoco las pelotas de pan rallado, yema de huevo, calabazate y almendra que ha preparado L. como antes las hacían la abuela y mamá. El marido de L. se ha empecinado en comer panetone, un insípido biscuit italiano relleno de fruta ácida confitada.

Entonces, la conversación ha adquirido tonalidades de consejo de administración entre socios enfrentados por la cuenta de resultados. Hermanos, cuñados, viejas y nuevas parejas arrojaban opiniones incontestables en medio de una obra del teatro del absurdo sobre el destino de un testamento que debemos abrir pasado mañana. Dios sabe las veces que he ido al lavabo. La conversación se encendía cada vez más. Los vínculos de la sangre invocados durante años para justificar la reunión familiar se ignoraban sin piedad. Encima del escritorio, había una caja de Partagás y no me he podido resistir al aroma del tabaco cuando quema. Me he servido otro whisky. Cada cual tenía ofensas pendientes y esperanzas económicas que defendía sin respetar turno. El que tiene hijos pequeños porque los tiene que criar. El que sufre una enfermedad porque ya tiene bastante con la desgracia. Y el que está casado con un imbécil, dos tazas. No importa lo que se haya invertido en cuidados, visitas o afectos a los desaparecidos. Era una aportación a fondo perdido, sin plusvalías. Un agujero negro que todo lo traga.

Me ha venido a la cabeza Patrimonio, la espeluznante obra de Philip Roth, y me han entrado unas irrefrenables ganas de tomar las de Villadiego. «No me encuentro bien. Pero estoy de acuerdo con todo cuanto acordáis», he podido decir antes de retirarme silenciosamente. «Nos vemos en la notaría», he añadido. He regresado al hotel caminando porque me he olvidado la cartera en los pantalones mojados de Coca-Cola y no he podido coger un taxi. Soy incapaz de conciliar el sueño. Me quema el estómago y me rueda la cabeza. Tengo encima de la mesita de noche Carta a mi madre, de George Simenon, un texto totalmente equivocado a esta hora. He encendido el ordenador. Hay un mensaje de mi hijo, que se ha instalado en Sídney con su madre. Dice que volverá en junio. He dudado entre poner el DVD de El último tango en París o el 2-6 del Barça en el Bernabéu. Me he decidido por este último. Me acabo de despertar. Son cerca de las dos de la tarde. Tengo un SMS de mi cuñado, el del chándal y el pádel: «Comemos en casa a las dos y media. 150 euros por comensal».