Hora y media en el infierno con Slayer

El grupo californiano deleitó a sus fans con una abrasiva sesión de thrash metal en Razzmatazz

JORDI BIANCIOTTO / BARCELONA

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Hubo un tiempo en que todo grupo metálico honrado necesitaba, para sellar su prestigio y su honor, haber sido denunciado, al menos una vez, por inducir al suicidio. Ocurrió con Judas Priest, Ozzy Osbourne... y, casi, Slayer, con su polémica Mandatory suicide, que hablaba de "agujeros de bala en la cabeza", "cerebros que explotan" y "sangre barata por todas partes". Hoy, ni los amigos de Tipper Gore y su comité de padres angustiados se toman ya en serio canciones que son puro entretenimiento escapista. Y Slayer pueden volcar felizmente ese repertorio con títulos como Lluvia de sangre y Ángel de la muerte.

Como el miércoles en Razzmatazz. Lleno sofocante (¿y el aire acondicionado?) para acoger a los chicos, reconfortados tras el regreso del batería Dave Lombardo. Su universo poético ha variado poco desde 1983: se debate entre el apocalipsis como vía iniciática, la autoinmolación en su acepción curativa y, en fin, la sangre como gadget y cemento de cohesión. La caligrafía, fiel al riff pétreo y la cadencia rítmica titánica.

El grupo entró en materia con War ensemble y Disciple, y picoteó su último disco, Christ illusion. La explosión de júbilo cuando Tom Araya anunció, precisamente, Mandatory suicide, fue inquietante. El contexto no era una convención de la secta Moon, pero sí una sala irrespirable, que no ayudaba mucho a afrontar la vida con buenos ojos. Al ambiente tórrido se sumaba una sonorización criminal. Sí, un rato muy agradable.

Era imposible entender una palabra de los breves monólogos de Araya, pero, bien, no apuntaban maneras de declamación poética digna de una Englantina d'Or. Lo suyo era inyectar gasolina, desde el bajo, a una maquinaria blindada; el abecé bautismal del thrash metal, sin la corrupción de traidores como Metallica. El maná final cayó en forma de Raining blood, rumbo a un Angel of death final lapidario. Literalmente.