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Crítica final de 'Barry': acaba una gran aventura de las series / HBO

Juan Manuel Freire

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En un giro propiciado por las presuntos calendarios de los Emmy, dos grandes series y no solo una acabaron en la madrugada del domingo al lunes: además de la célebre 'Succession', la algo menos famosa, pero no menos memorable, 'Barry', escurridiza comedia negra de y con Bill Hader en torno a la odisea de un exmarine y asesino a sueldo que se autoengaña con la idea de llegar a ser actor profesional o, más difícil todavía, llegar a redimirse de algún modo.

¿Difícil pero no imposible? Según el desenlace de la historia, que ha acabado siendo uno y varios, en este mundo (y sobre todo Hollywood) impera ahora mismo el relato, el buen relato. Y eso es algo que la verdad no puede estropear. 

Durante la temporada, hemos visto a Barry sortear toda clase de escollos físicos o morales con el objetivo de salvarse a sí mismo, de darse permiso para seguir. Tras ser arrestado en una trampa en la que participó su antiguo profesor de interpretación, Gene Cousineau (Henry Winkler), fue a parar a una cárcel donde no duró demasiado, porque al fin y al cabo, lo imposible quizá sea hacer una temporada de 'Barry' con Barry en la cárcel. Ocho años y un montón de espacio mediante, su vida casi parecía otra: en el atrevido quinto capítulo 'legados difíciles', veíamos al antihéroe compartir su vida con Sally (Sarah Goldberg) y su hijo John (Zachary Golinger) en mitad de ninguna parte, lejos en teoría de todos los que le quieren muerto. Pero él mismo rompía esta tensa calma al descubrir los planes de una película sobre su vida supervisada por Cousineau. 

Nadie en su sano juicio habría dejado esa nueva vida idílica, por frágil que fuese, pero las creaciones de Bill Hader y Alec Berg se obstinan en tropezar en las mismas piedras una y otra vez, como llevadas por un secreto deseo de autodestrucción. Son inseparables de sus peores instintos: Barry y su tendencia a volver a empezar tras una violencia mal justificada; Gene y su búsqueda obsesiva de los focos, como cuando dramatiza su caza de Barry ante un periodista de 'Vanity Fair' durante más de tres horas; Fuches (Stephen Root) y NoHo Hank (un inolvidable Anthony Carrigan), antiguos socios de Barry convertidos en sus perseguidores, capaces también de rechazar una felicidad que se presenta ante ellos de forma palmaria. 

En sus labores de director (de la temporada al completo), Hader se ha mostrado hábil para traducir emociones y pensamientos en imágenes: esas visiones de Barry sobre paraísos de infancia o las vidas mejores que tendrán sin él sus seres queridos. Además, se ha postulado como hábil constructor de secuencias de suspense (véase el intento fracasado de asesinar a Barry por parte de dos 'podcasters' religiosos) o terror puro (el asalto a casa de Barry y Sally, empezando por la irrupción de esa amenaza larguirucha en 'morphsuit' negro). La comedia negra fue siempre solo una base para la aguerrida experimentación con los tonos, los ritmos y la narrativa en general. 

En su anunciada carrera como director de cine, Bill Hader podría hacer seguramente lo que quisiese, incluso plegarse a los designios del Hollywood más canónicamente épico. Lo muestra cuando, en un segundo salto adelante en el tiempo, un crecido John (Jaeden Martell) ve en secreto la película sobre su padre y disfruta, se recompone, con esa versión del relato. Puede que esté atada con lazos sangrientos, pero es mucho más pulcra, pese a todo, que la presenciada por el espectador durante treinta y dos episodios gozosamente complicados

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