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Crítica de 'La Serpiente': a la caza del asesino

Esta nueva apuesta de Netflix describe el intento de capturar a un verdadero asesino por parte de un diplomático

Crítica de 'La Serpiente': a la caza del asesino

Crítica de 'La Serpiente': a la caza del asesino / Netflix/BBC

Juan Manuel Freire

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Tras elucubrar sobre el paisaje criminal del Londres de finales del XIX en la muy alabada 'Ripper Street', el guionista Richard Warlow dibuja un retrato de asesino real en 'La Serpiente', drama criminal que viene a teñir de oscuridad y turbación estas vacaciones semiconfinadas. 

La Serpiente fue el sobrenombre que recibió el ladrón, estafador y asesino en serie francés Charles Sobhraj (Tahar Rahim) por su capacidad para huir de la ley y colarse por caminos estrechos. Entre 1975 y 1976, se las arregló para drogar, robar y a menudo asesinar a turistas occidentales del llamado Sendero Hippie sin que las autoridades percibieran sus movimientos. Usaba los pasaportes de sus víctimas para viajar y dejar un rastro de pistas falsas por todo el continente asiático. A su lado tenía a una mujer, Marie-Andrée Leclerc (Jenna Coleman), capaz de aceptar robos y asesinatos por aparente devoción amorosa, y a un fiel seguidor, Ajay (Amesh Edireweera), reclutado en Tailandia.

La serie pudo llamarse 'Charles, retrato de un asesino', pero es a la vez el retrato de un hombre bueno, Herman Knippenberg (Billy Howle), joven diplomático holandés que se obsesionó con la captura de Sobhraj tras empezar a investigar la desaparición de una pareja de mochileros de su país, algo que no parecía intrigar ni preocupar demasiado a otras embajadas o las fuerzas de seguridad locales. No estuvo completamente solo en sus esfuerzos: le respaldaron su abnegada esposa Angela (Ellie Bamber) o una vecina del asesino, Nadine (Mathilde Warnier), convertida en improvisada espía.

Durante los primeros cuatro episodios (de un total de ocho), 'La Serpiente' es un constante, a veces un poco desconcertante e innecesario, baile entre tiempos: se alterna entre la investigación de Knippenberg y diferentes puntos del pasado criminal de Sobhraj, al que no se presta en realidad mucha más atención que a sus víctimas. Esa insistencia en dar peso humano a sus presas resulta tan loable moralmente como efectiva dramáticamente. Hay verdadero terror en ciertas partes de la serie, como en los tramos finales de la historia de Teresa (Alice Englert, de lo mejor de 'Ratched'), quien elige mal al que será su último flirt antes de hacerse monja en un monasterio budista en Nepal.

A lo largo de esa mitad inicial, el director Tom Shankland (la película de cierto culto 'The children' o la primera temporada de 'The missing') captura los mundos opuestos de Sobhraj y su perseguidor Knippenberg con estilos visuales diferenciados. Para el primero opta por una gramática visual más suelta, flotante y psicodélica: hay bastantes zooms e incluso algún trávelin inquisitivo con aires de Robert Altman. Todo ello al ritmo de una impoluta selección musical con guiños a Gainsbourg o Funkadelic. Para el segundo opta por un estilo más clasicista, como corresponde al espíritu recto de Knippenberg.

El experimento tiene toda la lógica del mundo, pero la serie fluye mejor cuando, en la segunda mitad, el belga Hans Herbots ('Rellik') toma las riendas para explicar con un único, tenso lenguaje cómo esos caminos antes yuxtapuestos empiezan a confluir violentamente. Todos estamos hartos de escuchar que una serie se vuelve realmente buena a la mitad, pero esta vez, créanme, es la pura verdad. Y vale la pena hacer el esfuerzo de atravesar los episodios más pantanosos. Bueno, es un esfuerzo relativo: hay peores formas de quemar las horas que viendo a Tahar Rahim y Jenna Coleman derrochar carisma en impolutos estilismos de los setenta.

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