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Crítica de 'El baile de las luciérnagas': una amistad larga, cursi y también cruda

El drama de Netflix con Katherine Heigl y Sarah Chalke combina sentimentalismo confortable e inesperada brusquedad

El baile de las luciérnagas

El baile de las luciérnagas

Juan Manuel Freire

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Desde una cierta distancia, 'El baile de las luciérnagas' podría parecer el cruce inesperado de 'Anatomía de Grey' con 'Scrubs': ahí están juntas, en las fotografías, la Izzie Stevens de la primera y la Elliott Reid de la segunda. Pero como sabrán los (muchos) lectores del 'best-seller' de Kristin Hannah en que se basa la serie, aquí ni Katherine Heigl ni Sarah Chalke hacen de doctoras.

La primera encarna a Tully Hart, exitosa presentadora de magacín a principios de los dosmiles; no tan lejos de Oprah y Ellen en cuanto a popularidad. La segunda es Kate Mularkey, ama de casa que trata de volver al mercado laboral después de década y media y en mitad de su divorcio. Son mejores amigas desde hace una eternidad. Tully, a pesar de su carisma, necesita que la quieran. Kate es especialista en eso, en dar afecto a los demás, pero no tanto en dárselo a sí misma.

En la serie conocemos su amistad, sólida pero tumultuosa, como casi todas las amistades, a través de varios tiempos, no solo 2003. Vemos cómo Tully y Kate se conocen en los setenta siendo adolescentes, interpretadas entonces por Ali Skovbye y Roan Curtis, probables estrellas en construcción. También las seguimos, ya en los ochenta, recién graduadas de la universidad o trabajando juntas en la cadena de noticias local donde entra en juego un hombre importante para ambas: el productor Johnny Ryan (Ben Lawson), futuro (ex)marido de Kate. Se acaba sumando a la estructura un cuarto tiempo, todavía más reciente, en el que alguien ha muerto: entra en juego un inesperado factor suspense, un toque de 'Big little lies'.

Desde una cierta distancia, 'El baile de las luciérnagas' podría parecer también otra serie dramática, pero menos, sobre amistad femenina: el relevo de la cursi 'Dulces magnolias' en el catálogo de Netflix. Y aunque algo hay de confort mullido y calidez de chimenea en ella, hablamos de un producto más extraño e inquietante, en el que elementos de sentimentalismo conviven con fogonazos de verdadera crudeza, ya por las temáticas abordadas (infidelidad, violación, suicidio) o por los momentos en que sus heroínas actúan de manera completamente diferente de lo habitual o sueltan alguna cruda realidad.  

A menudo, la forma en que la serie está fotografiada y dirigida resulta ligeramente discordante con lo que sucede en pantalla. Los setenta están filmados con un flou nostálgico, aunque la adolescencia de Tully, trastornada por los vaivenes de su madre hippie (Beau Garrett) y víctima de violación, sea cualquier cosa menos digna de ser echada de menos. Por los estrafalarios peinados y estilismos, la redacción de noticiario de los ochenta parece menos salida de 'Al filo de la noticia' que de una 'sitcom' actual que parodie esa época. 'El baile de las luciérnagas' es una y muchas series a la vez, lo que puede generar desconcierto, intriga y, para qué negarlo, cierta diversión con sentimiento de culpa.

Entre los vaivenes de tono y por debajo de una realización estándar, sobreviven, sea como sea, latigazos de verdad sobre las amistades y los roles que nos asignamos en ellas. Hay que adjudicar el mérito a la creadora Maggie Friedman ('Las brujas de East End'), pero quizá, sobre todo, a unas Heigl y Chalke siempre convincentes como mujeres con más dobleces de las que la sociedad quiere adjudicarles. Solo por ellas ya vale la pena dedicar alguna tarde de domingo a pasear por Firefly Lane.   

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