CRÍTICA DE SERIE

'El último baile': el mayor espectáculo del mundo

La docuserie sobre los Bulls de Jordan ha reunido acción espectacular, personajes más grandes que la vida y latigazos de tragedia y oscuridad

Imagen del documental 'El último baile' de unos Bulls triunfadores.

Imagen del documental 'El último baile' de unos Bulls triunfadores. / periodico

Juan Manuel Freire

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Con el deporte parado por el coronavirus, 'El último baile', la serie documental sobre los Chicago Bulls de Michael Jordan y su lucha por hacerse con un sexto título de la NBA en la temporada 1997-98, ha sido durante cinco semanas una especie de oasis milagroso en mitad del páramo. Pero esta coproducción de ESPN y Netflix habría sido recibida como un acontecimiento en cualquier momento, en cualquier fase de desescalada, en cualquier clase de normalidad.

La materia prima era, en sí misma, una especie de Santo Grial de la documentación deportiva. En la citada temporada y durante más de cien días, el equipo de NBA Entertainment tuvo un acceso sin precedentes a la mítica dinastía del básquet: filmó al equipo en vestuarios, entrenamientos, partidos, hoteles, aviones. Por un puñado de misteriosas razones, el material quedó almacenado durante décadas, pero al menos estuvo bien almacenado y de las infinitas bobinas de 16 mm se pudo hacer un depurado transfer en HD.

Nunca antes se ha visto mejor en una pantalla, con más calidad, a la mayor estrella surgida de cualquier deporte. Ya solo con una selección de estas imágenes se podría haber hecho un documental memorable. Pero el director Jason Hehir ha ido más allá en muchos sentidos: 'El último baile' no es realmente la crónica de la lucha por el sexto título, sino la historia completa de esa versión del equipo, comentada además en el presente por periodistas que cubrieron estos años o, aún más importante, los protagonistas de la acción.

Y qué protagonistas. En el centro, Michael Jordan, el hombre obsesionado por ganar, incapaz de no dar todo en cada partido, de maneras colindantes con el 'bullying'. Y a su lado, increíbles aliados como Scottie Pippen, al que nunca se valoró lo suficiente; el 'bad boy' Dennis Rodman, cuyas juergas no afectaban al rendimiento en la cancha, o el reivindicable Steve Kerr, con el que Jordan compartía la ausencia de un padre asesinado. Supervisando a estas personalidades más grandes que la vida, el entrenador Phil Jackson, padre del triángulo ofensivo y encantador hippie redomado que introdujo el budismo zen en los entrenamientos.

Después están los enemigos, sobre todo de Jordan, un hombre que necesitaba crearse rivales para prosperar. Durante toda la saga aletea el desdén hacia el director técnico del equipo, Jerry Krause, principal instigador del proceso de reconstrucción que incluía deshacerse de Jackson y, por extensión, Jordan, quien no pensaba entrenar a las órdenes de nadie más. Pero MJ también sacó energías de su forcejeo con Magic Johnson o Kobe Bryant (DEP), quienes le aman pese a todo, o el croata Toni Kukoč, futuro compañero con el que Michael y Scottie se ensañaron en las olimpiadas de Barcelona.

A lo largo de diez episodios que han pasado como una exhalación, 'El último baile' ha sido una colección electrizante de jugadas y mates, frases lapidarias, puñaladas traperas e impagables reacciones de Jordan a lo que fuera que otros dijeran o tenían que decir ahora sobre su juego o su personalidad; sus reacciones ante el iPad del que emergían esas declaraciones se han convertido inevitablemente en fuente de memes para la historia. Todo ello, además, al ritmo de una increíble banda sonora compuesta, en esencia, de clásicos del hip hop de los ochenta y noventa. Difícil quedarse con una sola sincronización de música e imagen, pero puede que el hito sea ese montaje de sus 63 puntos anotados contra los Boston Celtics (abril de 1986, segundo partido de la primera ronda de playoffs) a ritmo del 'I'm bad' de LL Cool J.

En constante cambio de emisora por el dial temporal, cada hora de 'El último baile' era un vertiginoso, casi mareante viaje nostálgico para unos (los fanáticos de la NBA) y una revelación constante para otros (los más neófitos, como este cronista). Los cuatro primeros episodios fueron, a grandes rasgos, indagaciones en las biografías de Jordan, Pippen, Rodman y Jackson. A partir de este último ya entraron mucho en juego las perspectivas de otros componentes del equipo; Jordan era la estrella, pero ni él ni la serie rebajan la importancia de sus colegas, que pueden reconocer tanto el poder inspirador de MJ como la ocasional crudeza y rudeza de su coaching.

El gran documentalista Ken Burns puso en entredicho la credibilidad periodística de 'El último baile' por estar implicada Jump 23, la productora de Jordan, pero aquí no se han pasado por alto los aspectos menos luminosos del personaje. En el sexto episodio se aborda su reticencia a apoyar públicamente al candidato demócrata Harvey Gantt, e incluso aparece Barack Obama para expresar su decepción (pero también su comprensión). Como Taylor Swift podría haber dicho hace tiempo en relación a discos y entradas, Jordan aseguró un día, sin pensarlo dos veces, "los republicanos también compran zapatillas".

"A veces nos preguntábamos si era humano, si tenía sentimientos", dice en la serie Will Perdue, pero está claro que lo era y que sentía. Se advierte sobre todo durante el séptimo y octavo episodios, muy centrados, respectivamente, en los efectos emocionales sobre MJ del asesinato de su padre (cambió temporalmente baloncesto por béisbol por cumplir los sueños de James R. Jordan Sr.) y en la obtención del cuarto título en un climático Día del Padre. Ver a un titán llorando sobre el suelo del vestuario, solo, muy solo, deja huella.

Pero la serie aún tiene reservadas algunas emociones fuertes para la recta final. Como, por ejemplo, la revelación de cierta pizza en mal estado. O el famoso último tiro de Jordan (último, al menos, con los Chicago Bulls). O la contestación del jugador a una pregunta que muchos han querido hacerle: "¿Fue satisfactorio abandonar en la cima?". Se podría pensar que para Jordan lo habría sido; sería el cierre de oro, el último puñetazo sobre la mesa. Pero la respuesta es menos épica: la brizna final de resentimiento.