ESTRENO
Crítica de 'The crown' (T3): bajo el peso del deber constitucional
La tercera temporada presenta a una Isabel II gélida y distante y un príncipe Carlos al que no se concede voz propia
Juan Manuel Freire
Periodista
Periodista y crítico cultural.
Juan Manuel Freire
'The crown' no debería tomarse realmente como una clase de historia. Al guionista Peter Morgan no le interesa tanto acertar en el dato (por ejemplo, hay algún baile de años por cuestiones de compresión narrativa) como acariciar alguna clase de verdad emocional sobre los personajes a los que retrata. En lugar de explicar minuciosamente un momento histórico, prefiere elucubrar sobre qué pensaron, sintieron y expresaron (o no) en esos momentos los miembros de la Casa de Windsor.
En esta tercera temporada, el silencio, un silencio aplastado y cansado, empieza a tener casi tanta importancia como la palabra, sobre todo en el caso de Isabel II. Las dos anteriores entregas eran el relato de una transformación: de esposa y madre tímida a símbolo nacional. Estos nuevos episodios muestran a una mujer ya indivisible del deber constitucional y, a la vez, capaz de errar terriblemente en sus tareas, como cuando tarda una eternidad en responder a la tragedia de la aldea minera de Aberfan (episodio que arranca como escalofriante cine de catástrofes) o elude una nación al borde de la quiebra para conocer los últimos avances en la crianza de caballos de carreras.
En esta tercera temporada, el
silencio empieza
a tener casi tanta importancia
como la palabra
Olivia Colman, en sustitución de Claire Foy, presta su mejor intensidad contenida a esta Isabel II fría y distante, que paga con quienes le rodean su salto forzado a la corona. En particular con su hijo Carlos (extraordinario Josh O’Connor), víctima según Morgan de rapapolvos épicos por su afán de tener una voz propia. Felipe (ahora Tobias Menzies) tampoco es feliz: se tambalea sin gran dirección por una vida estática que no quería y se maravilla y deprime ante la visión del alunizaje de 1969. La princesa Margarita (ahora Helena Bonham Carter), la "primera innata que tuvo la tragedia de nacer segunda", en palabras de su marido Antony, ahoga sus frustraciones en el alcohol.
En total se cubren trece años de historia, o mejor, semihistoria: los comprendidos entre la victoria electoral del laborista Harold Wilson en 1964 y el Jubileo de Plata de Isabel II de 1977. Años de desequilibrio económico, (todavía duradero) enfrentamiento entre el progresismo y una vieja guardia imperialista, crisis mineras de diversa naturaleza y obsolescencia cada vez más acentuada de la aristocracia. Los directores saben enfatizar visualmente este último aspecto: la opulencia no suele resultar tan admirable como asfixiante, como en ese magnífico plano general con un Carlos diminuto, en el centro, ahogado por el peso de la pompa de palacio y, más en concreto, la misión de aprender galés, al final no imposible ni trágica, sino maravillosamente iluminadora.
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