Psicología
Esta es la verdad sobre por qué te cuesta relajarte incluso cuando todo va bien
No siempre sabemos desconectar y disfrutar

¿Por qué nos cuesta relajarnos? / Stevica Mrdja / 123RF

Puede parecer contradictorio, pero muchas personas experimentan dificultades para relajarse precisamente en los momentos en que todo está en calma. Cuando desaparecen los problemas urgentes, cuando las cosas están "bien" y no hay nada objetivamente amenazante, aparece una sensación de incomodidad o inquietud difícil de explicar. Esta paradoja psicológica tiene múltiples causas, y entenderlas puede ser el primer paso para aliviar ese malestar persistente.
El estado de alerta constante, que muchas personas han mantenido durante años debido a experiencias vitales estresantes, puede transformarse en un hábito profundamente arraigado. Cuando el cerebro se acostumbra a funcionar bajo presión, el silencio o la calma pueden ser interpretados como "extraños" o incluso como precursores de algo negativo. Este fenómeno no es solo una cuestión de actitud, sino que tiene una base neurobiológica: el sistema nervioso puede mantenerse hiperactivo incluso en ausencia de peligro.
Esto se agrava cuando hay una historia personal de trauma, inestabilidad o exigencias crónicas. Para muchas personas, la tranquilidad no fue una experiencia frecuente ni segura. Por tanto, cuando por fin todo parece estar bien, no logran disfrutarlo. La mente busca, de manera automática, la próxima amenaza o el próximo problema a resolver, como si relajarse fuera bajar la guardia y exponerse a un posible daño. En estos casos, la tensión se vuelve una especie de escudo.
El impacto de la sobreexigencia y el miedo a no rendir
Vivimos en una cultura que premia la productividad, la eficiencia y el logro constante. Desde la infancia, muchas personas aprenden que su valor está ligado a lo que hacen, a los resultados que obtienen o a cómo los perciben los demás. Esta forma de funcionar puede derivar en una autoexigencia constante que convierte el descanso en un lujo injustificado o en una fuente de culpa.
Cuando alguien se identifica profundamente con el rol de ser "resolutivo", "fuerte" o "eficiente", puede sentir que relajarse es fallar en esas expectativas. No hacer nada, disfrutar del ocio o simplemente estar en paz puede despertar un diálogo interno crítico: "Estás perdiendo el tiempo", "Deberías estar haciendo algo útil", "Si te relajas, te quedarás atrás". Este tipo de pensamientos no solo dificultan el descanso, sino que generan ansiedad precisamente cuando más se necesita desconectar.
El miedo a perder el control también juega un papel importante. Algunas personas desarrollan la creencia de que, si bajan la guardia, algo malo puede suceder. Esta hipervigilancia puede tener su origen en experiencias pasadas donde, efectivamente, relajarse tuvo consecuencias negativas. Por ejemplo, personas que vivieron situaciones de inestabilidad familiar, violencia o entornos impredecibles pueden haber aprendido que el bienestar es frágil y pasajero.
De este modo, el descanso no se vive como un derecho o una necesidad, sino como una amenaza potencial. Y aunque racionalmente se entienda que todo va bien, emocionalmente el cuerpo y la mente permanecen en alerta. Este conflicto interno es una fuente común de malestar en etapas donde, paradójicamente, se supondría que una persona debería sentirse mejor.
El legado de la ansiedad crónica: cuando la calma resulta extraña
La ansiedad crónica no siempre se presenta con ataques de pánico o pensamientos catastróficos. A menudo se manifiesta como una sensación constante de inquietud, una necesidad de hacer algo, de resolver, de anticiparse. Con el tiempo, esta forma de estar en el mundo se normaliza, y la calma deja de sentirse natural. Incluso puede parecer aburrida o desconcertante.
Cuando una persona ha vivido durante mucho tiempo con ansiedad, su sistema nervioso se adapta a ese nivel de activación como si fuera el "punto de equilibrio". En consecuencia, los momentos de tranquilidad pueden ser experimentados como una "bajada" que resulta incómoda, como si algo faltara. No se trata de que la persona quiera estar mal, sino de que su cuerpo y su mente no están habituados a la serenidad.
En este contexto, es común que se busque, de forma inconsciente, alguna fuente de preocupación: revisar el correo una y otra vez, anticipar problemas que aún no existen, repasar errores del pasado o proyectar escenarios negativos. Todo ello actúa como un intento de recuperar esa activación a la que se está acostumbrado. Es un mecanismo paradójico, pero comprensible desde la fisiología de la ansiedad.
Superar este patrón no pasa por forzarse a "no pensar" o a "relajarse por completo", sino por aprender a habitar el silencio interno sin interpretarlo como una amenaza. Esto requiere tiempo, paciencia y una revisión de los esquemas mentales que se han construido alrededor del control, el esfuerzo y el valor personal.
La memoria emocional y el temor a que la calma no dure
En psicología, hablamos de "memoria emocional" para referirnos a la forma en que las experiencias pasadas quedan registradas en el cuerpo y en la mente, más allá de lo que recordamos de forma consciente. Muchas personas han vivido situaciones en las que un periodo de tranquilidad fue seguido por un episodio doloroso o inesperado. Esa asociación queda grabada, y aunque ya no estemos en ese contexto, el cuerpo reacciona como si la historia fuera a repetirse.
Este tipo de memoria puede generar una desconfianza profunda hacia el bienestar. Cuando todo va bien, aparece un pensamiento automático: "Esto no puede durar", "Seguro que algo malo va a pasar", "Mejor no me relajo demasiado". Esta forma de anticipar lo negativo no es una simple actitud pesimista; es una estrategia inconsciente para prepararse ante el dolor. El problema es que, al anticiparlo, la persona se impide disfrutar del presente.
Además, el entorno también influye. Si se ha crecido en un contexto donde el bienestar era percibido como algo "egoísta", "frágil" o "indigno", es probable que el descanso se viva con culpa o con miedo. Las frases que se escucharon en la infancia, los modelos de conducta observados y las normas familiares influyen en cómo se valora el autocuidado.
Reescribir estas asociaciones no es fácil, pero es posible. Implica reconocer que el malestar no es una condena ni una forma de vida obligada. También implica validar el miedo, pero sin dejar que dirija cada decisión. La calma, cuando se alcanza, merece ser habitada sin sospecha.
Aprender a confiar en el bienestar
La dificultad para relajarse cuando todo va bien no es una rareza ni una señal de debilidad. Es un reflejo de la historia emocional, de los aprendizajes adquiridos y de un sistema nervioso que ha estado demasiado tiempo en modo de supervivencia. Comprender esto no solo ayuda a reducir la autocrítica, sino que permite abrir un espacio de compasión hacia uno mismo.
Aprender a confiar en el bienestar es un proceso gradual. Requiere reconocer que la calma puede ser segura, que el descanso no implica descuido y que no es necesario anticiparse constantemente al dolor para estar a salvo. En muchos casos, se trata de reeducar al cuerpo y a la mente para que puedan recibir el bienestar sin sospecha.
Habitar el presente con serenidad no significa negar que existen problemas o que pueden surgir dificultades. Significa, más bien, permitirse estar bien mientras se está bien, sin boicotear ese estado con pensamientos de alarma innecesaria. Porque merecer la calma no es un privilegio: es una necesidad humana básica. Y aprender a disfrutarla es, a veces, uno de los aprendizajes más profundos y transformadores que podemos hacer.
* Ángel Rull, psicólogo.
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