Psicología
"Nunca lloraba y me creía feliz, hasta que descubrí lo que era la represión emocional"
El silencio es entendido como fortaleza, pero en realidad es desconexión

Represión emocional / 123RF


Ángel Rull
Ángel RullLicenciado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid, con más de 10 años de experiencia en el ámbito de la Psicología Sanitaria, tanto en clínica con población general, como en hospitales, con patologías más severas. Desde 2017, trabajo diariamente con personas de diferentes edades y con una amplio abanico de problemas de manera online, rompiendo las barreras físicas de la terapia convencional.
"Nunca lloraba y me creía feliz". Esta frase, que muchas personas podrían suscribir, esconde una realidad emocional mucho más compleja de lo que parece. En una cultura que valora la positividad constante, el autocontrol y la sonrisa incluso en la dificultad, reprimir las emociones se vuelve un mecanismo de supervivencia. Pero esa aparente fortaleza puede esconder una desconexión profunda con una misma.
Durante años, Laura (nombre ficticio), se describió como una persona alegre, fuerte, resolutiva. No le gustaba detenerse en lo que dolía. Ante las dificultades, seguía adelante. Cuando algo la inquietaba, lo relativizaba. Cuando algo le hacía daño, lo callaba. Y durante mucho tiempo, pensó que eso era madurez emocional.
Pero su cuerpo y sus relaciones comenzaron a contar otra historia. Episodios de ansiedad sin razón aparente, dificultades para conectar con otras personas, una tensión permanente que no sabía de dónde venía. Fue en terapia donde puso nombre a todo eso: represión emocional. Y fue ahí también donde empezó a entender que la felicidad sin lágrimas era, en su caso, una construcción frágil.
La represión como herencia emocional
Reprimir las emociones no suele ser una decisión consciente. Es, más bien, un aprendizaje temprano. Desde la psicología sabemos que muchas personas han crecido en entornos donde mostrar tristeza era visto como debilidad, donde enfadarse se castigaba, o donde expresar miedo generaba burlas o rechazo. En ese contexto, el niño o la niña aprende a ocultar lo que siente para conservar el vínculo con sus figuras de apego.
En el caso de Laura, su familia valoraba el esfuerzo, la discreción, el "no quejarse por tonterías". Llorar era una pérdida de tiempo. Hablar de emociones, un lujo que no se podía permitir. Así fue como aprendió a no necesitar, a no molestar, a no sentir (al menos en apariencia). Con el tiempo, esa adaptación se volvió su identidad. Y como todo estaba bien en su vida externa, nunca se detuvo a revisar si también estaba bien por dentro.
La represión emocional no implica no tener emociones, sino no permitirles espacio. Las emociones reprimidas no desaparecen: se quedan en el cuerpo, en los sueños, en los gestos inconscientes, en los silencios, en la falta de conexión. Y con los años, se manifiestan como ansiedad, fatiga crónica, bloqueos relacionales o una sensación persistente de vacío.
Cuatro signos que delatan la represión emocional
Los siguientes signos no indican un fallo personal, sino una historia de aprendizaje emocional en la que sentir fue, de alguna manera, peligroso. Desactivar esos patrones requiere tiempo, contención y un entorno donde lo emocional sea bienvenido.
Los cuatro signos que delatan la represión emocional:
1. Dificultad para llorar, incluso en momentos de gran impacto emocional
Las lágrimas se sienten lejanas, como si no hubiera acceso a ellas, aunque internamente haya tristeza.
2. Tendencia a minimizar el propio malestar
Expresiones como "tampoco es para tanto" o "hay gente que está peor" aparecen constantemente como forma de bloquear la validación emocional.
3. Ansiedad sin causa aparente
Una sensación de tensión o inquietud constante que no se relaciona con un hecho concreto, y que a menudo está relacionada con emociones no expresadas.
4. Dificultad para conectar emocionalmente con los demás
Se percibe distancia, frialdad o dificultad para hablar desde lo vulnerable, incluso con personas cercanas.
El cuerpo también necesita llorar
Una de las grandes revelaciones en el proceso terapéutico de Laura fue comprender que el llanto no era una debilidad, sino una función emocional y fisiológica necesaria. Llorar ayuda a liberar tensión, a regular el sistema nervioso, a conectar con el dolor y también con el alivio. El llanto, desde la psicología, no solo expresa, también repara.
En las primeras sesiones, Laura decía que no sabía cómo llorar. Que cuando lo intentaba, sentía vergüenza, bloqueo, rigidez. Con el tiempo, fuimos validando esa dificultad, entendiendo que no se podía forzar. A través de la palabra, el silencio, el trabajo corporal y la conexión con memorias antiguas, el llanto llegó. Y cuando llegó, no fue desbordante: fue liberador.
Desde la psicología del cuerpo, sabemos que muchas personas viven desconectadas de sus sensaciones físicas porque han aprendido a anestesiarse emocionalmente. Recuperar esa conexión es clave para habitar el cuerpo, sentir sus mensajes y dejar que la emoción encuentre una vía de salida. No se trata de llorar todo el tiempo, sino de poder hacerlo cuando hace falta.
Lo que pasa cuando te permites sentir
El proceso de Laura no fue lineal. Hubo retrocesos, resistencias, momentos de dudas. Pero también hubo descubrimientos fundamentales. Al empezar a sentir, se dio cuenta de que había estado funcionando desde la exigencia constante, desde el "tengo que estar bien". Comprendió que su supuesta felicidad estaba construida sobre la negación de todo lo que dolía.
Sentir no significó perder el control, sino volver a habitarse. Empezó a reconocer sus necesidades, a nombrar lo que la molestaba, a pedir ayuda. Las relaciones también cambiaron: al mostrarse vulnerable, empezó a sentir un tipo de cercanía que nunca había experimentado. Descubrió que la conexión real no viene de agradar, sino de mostrarse de verdad.
Desde la psicología, este proceso se trabaja sin juicio. No se trata de cambiar a la persona, sino de ayudarla a reconectar con partes de sí misma que había tenido que esconder. Validar la tristeza, la rabia, la nostalgia, el miedo... todo eso forma parte de la salud emocional. No para quedarse atrapado en ellas, sino para poder transitarlas y dejar de temerlas.
Cuidar la salud emocional no es debilidad
Uno de los aprendizajes más importantes que Laura integró fue que cuidar su salud emocional no era un lujo, ni un signo de debilidad, ni algo egoísta. Era una necesidad. Empezó a identificar qué le hacía bien, qué espacios le ayudaban a sentirse segura, qué personas sumaban y cuáles drenaban. Aprendió a poner límites sin justificarse, a respetar sus ritmos, a validar sus emociones sin censura.
Cuidarse emocionalmente también implicó revisar las creencias que había heredado: que sentir era un problema, que mostrar debilidad aleja, que ser fuerte es no necesitar a nadie. Cada una de esas ideas fue puesta en cuestión, y en ese cuestionamiento se abrió un espacio nuevo: el de una identidad más libre, más honesta, más conectada con lo que realmente sentía.
A veces, llorar no es rendirse. Es el primer acto de honestidad tras años de autocensura. Y en ese llanto hay fuerza, hay memoria, hay posibilidad de cambio. Laura aprendió a no temerle a su vulnerabilidad. Y con eso, dejó de vivir desde el control para empezar a vivir desde el contacto consigo misma.
Creerse feliz sin permitirte llorar puede ser un señuelo. Porque la verdadera salud emocional no está en evitar lo que duele, sino en poder sentirlo sin miedo. La represión emocional, lejos de protegernos, nos desconecta de lo que somos. Y solo cuando nos damos permiso para sentir, aparece la posibilidad de vivir de forma más plena.
La historia de Laura es también la de muchas personas que aprendieron a reprimir para sobrevivir. Pero sobrevivir no es vivir. Y la buena noticia es que siempre se puede volver al cuerpo, a la emoción, a la verdad. Porque llorar, cuando hace falta, también es una forma de empezar a sanar.
* Ángel Rull, psicólogo.
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