Psicología

"El día que decidí dejar de complacer a todo el mundo empecé a respirar"

La ausencia de límites nos impide mostrar lo que somos

Dejar de complacer

Dejar de complacer / 123RF

Ángel Rull

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Hay decisiones que no se toman de un día para otro, sino que se gestan en el cuerpo durante años. Decidir dejar de complacer a todo el mundo no es solo un acto de valentía emocional; es también una declaración de existencia. Significa empezar a priorizarse, a escucharse y a decir que no sin culpa. Significa, en muchos casos, comenzar a respirar por primera vez sin la presión de ser lo que otros esperan.

Como psicólogo, he acompañado a muchas personas que, sin saberlo, habían construido gran parte de su vida alrededor de las expectativas ajenas. Personas que se adaptaban, que cedían, que postergaban lo que deseaban para evitar el conflicto, el rechazo o el malestar del otro. Y aunque desde fuera pudieran parecer amables, resolutivas o siempre disponibles, por dentro habitaban una ansiedad persistente: la de no poder ser quien realmente eran.

La necesidad de complacer nace, muchas veces, de la infancia. Cuando aprendemos que el amor se gana siendo buenos, callando, no incomodando. Cuando entendemos que mostrar una necesidad puede molestar o que poner límites conlleva consecuencias. Así, nos vamos moldeando para encajar, para agradar, para evitar que nos dejen. Pero el precio es alto: nos desconectamos de nosotras mismas, de nosotros mismos, y de nuestra libertad emocional.

¿Qué hay detrás de la necesidad de complacer?

La necesidad de agradar no es un defecto de personalidad. Es una estrategia de supervivencia emocional que, en algún momento de la vida, fue útil. Quizá en un hogar donde expresar lo que uno sentía era motivo de burla o castigo. O en un entorno donde el afecto estaba condicionado a un comportamiento determinado. En esos contextos, complacer se convierte en una forma de sentirse seguro, de evitar la soledad o de minimizar el dolor.

Este patrón puede prolongarse hasta la adultez de forma silenciosa. La persona complaciente suele tener un alto nivel de empatía, sensibilidad emocional y capacidad de adaptarse. Pero también arrastra una gran dificultad para poner límites, para decir “no quiero”, “no puedo”, o “no me apetece”. El miedo subyacente es claro: si no cumplo con lo que esperan de mí, me dejarán de querer. O peor aún: dejaré de valer.

Además, la sociedad tiende a reforzar este patrón, especialmente en las mujeres. Se aplaude la entrega, la disponibilidad, la dulzura, pero se penaliza la firmeza o la asertividad. Por eso, muchas mujeres interiorizan que su valor radica en estar para los demás. Y cuando intentan cambiar ese guion, se encuentran con culpa, incomodidad o rechazo.

En el fondo, complacer a todo el mundo es una forma de buscar amor, aceptación y pertenencia. Pero cuando ese amor depende de la anulación propia, deja de ser un vínculo y se convierte en una cárcel emocional.

Las consecuencias de vivir para el agrado ajeno

Vivir pendiente de las necesidades de los demás, sin escuchar las propias, genera un desgaste profundo. La persona complaciente suele experimentar fatiga emocional, insatisfacción crónica y dificultad para conectar con sus verdaderos deseos. Porque cuando todo se construye en función del otro, es fácil perderse a una misma, a uno mismo.

Una de las consecuencias más comunes es la desconexión del propio deseo. Muchas personas llegan a consulta sin saber qué quieren. Saben lo que se espera de ellas, lo que deben hacer, lo que está bien visto. Pero cuando se les pregunta qué desean, se quedan en blanco. No porque no tengan sueños, sino porque nunca se les permitió explorarlos.

Otra consecuencia frecuente es la rabia acumulada. Aunque no se exprese de forma evidente, esa rabia se manifiesta en forma de frustración, tristeza o somatizaciones. El cuerpo habla cuando no se le escucha. Y muchas veces, ese malestar viene de haber dicho demasiadas veces “sí” cuando en realidad querían decir “no”.

También aparece un sentimiento de vacío. Cuando se vive para complacer, se depende de la aprobación externa para sentirse valiosa o valioso. Y eso genera una montaña rusa emocional: si el otro está contento, me siento bien. Si no, me siento culpable. Esa oscilación constante impide desarrollar una autoestima sólida y estable.

Finalmente, se pierde autenticidad. La persona complaciente actúa como un espejo: refleja lo que el otro quiere ver. Pero en ese reflejo no hay verdad, solo adaptación. Y vivir así, durante años, genera una sensación de falsedad interna que termina por pesar más que cualquier conflicto externo.

Diez señales de que dejar de complacer te ha cambiado la vida

Cuando alguien decide dejar de complacer, no lo hace de golpe ni sin miedo. Es un proceso que requiere reaprender a estar con una misma, con uno mismo, sin buscar la validación constante. Pero cuando ese cambio empieza a consolidarse, las transformaciones son profundas y visibles.

Estas son algunas de las señales más frecuentes que indican que has empezado a liberarte de ese patrón:

1. Empiezas a decir “no” sin justificarte

Ya no sientes que debas dar explicaciones cada vez que decides priorizarte.

2. Notas más energía al final del día

Al dejar de entregarte por sistema, tu cuerpo y tu mente empiezan a sentirse más livianos.

3. Te sientes más coherente contigo

Actúas en base a lo que piensas y sientes, no solo a lo que los demás esperan.

4. Toleras mejor el malestar ajeno

Aprendes que no tienes que resolver la incomodidad de los demás para sentirte en paz.

5. Tu círculo social se redefine

Algunas personas se alejan, pero otras nuevas llegan con relaciones más equilibradas y auténticas.

6. Sientes más libertad emocional

Ya no tienes que estar disponible todo el tiempo, ni decir lo que agrada a todo el mundo.

7. Te descubres a ti misma, a ti mismo

Recuperas hobbies, deseos y opiniones que habías silenciado por complacer.

8. Disminuye tu ansiedad social

Ya no te preocupa tanto qué piensan los demás, y puedes estar más presente en las interacciones.

9. Empiezas a cuidarte de verdad

No desde la exigencia, sino desde la necesidad legítima de descanso, disfrute o autocuidado.

10. Respiras con más profundidad

Literal y emocionalmente. Sientes que, por fin, habitas tu cuerpo y tu vida con más tranquilidad.

La transformación de los límites

“El día que decidí dejar de complacer a todo el mundo empecé a respirar” no es solo una frase bonita. Es una experiencia transformadora que muchas personas viven cuando se atreven a romper con el mandato del agrado constante. Como psicólogo, lo veo cada día: mujeres y hombres que recuperan su voz, su espacio, su deseo. Personas que aprenden que poner límites no aleja a quienes te quieren bien, sino que te protege de quienes solo se acercan cuando pueden beneficiarse de tu silencio.

Dejar de complacer no es sencillo. Implica enfrentarse a la culpa, al miedo, a las miradas ajenas. Pero también abre un camino nuevo: el de la autonomía emocional, el de la autenticidad y el de una vida más alineada con lo que realmente somos. Porque, al final, no hemos venido al mundo para cumplir expectativas, sino para vivir de forma plena y genuina.

* Ángel Rull, psicólogo.