Psicología

¿Orgullo o agotamiento? Así se vive el “burnout LGTBIQ+” según los psicólogos

El activismo implica sostener emociones que son incómodas

Burnout LGTBIQ+

Burnout LGTBIQ+ / 123RF

Ángel Rull

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Durante las semanas en las que se celebran los eventos del Orgullo LGTBIQ+, la visibilidad y la reivindicación ocupan el centro del espacio público. Las calles se llenan de color, de banderas y de discursos que reclaman igualdad y respeto. Sin embargo, detrás de esta energía celebratoria se esconde, en muchas ocasiones, un desgaste emocional profundo que no siempre se nombra: el conocido como “burnout LGTBIQ+”.

Este término, que se ha ido abriendo paso en el ámbito de la psicología y los estudios sociales, hace referencia al agotamiento mental, físico y afectivo que muchas personas del colectivo experimentan por tener que sostener una visibilidad constante, una vigilancia continua del entorno y una presión añadida por representar a toda una comunidad. Lejos de tratarse de una cuestión individual, el burnout LGTBIQ+ se alimenta de estructuras sociales que colocan sobre lesbianas, gais, personas trans, bisexuales, intersexuales y otras identidades diversas una exigencia sostenida de pedagogía y resiliencia.

Quienes viven esta realidad no siempre logran identificarla de inmediato. A menudo se normaliza el cansancio, se justifica la tensión constante y se oculta el malestar bajo el discurso de que “tenemos que estar ahí” o “es parte de ser visible”. Pero este tipo de exigencias puede tener un coste alto para la salud mental. Por eso, es imprescindible abrir este debate y poner palabras a una experiencia compartida que muchas veces se vive en silencio.

La sobreexposición emocional como forma de activismo

Para muchas personas LGTBIQ+, la vivencia de ser visibles conlleva un peaje emocional que rara vez se reconoce. Participar en espacios públicos, alzar la voz frente a discursos discriminatorios o simplemente vivir con libertad la propia expresión de género puede implicar exponerse de forma constante a la crítica, la vigilancia y la posibilidad de ser blanco de violencia simbólica o directa.

Este tipo de exposición sostenida activa mecanismos internos de alerta, que mantienen al cuerpo en un estado de tensión permanente. La hipervigilancia emocional no es solo un síntoma del trauma, sino también una forma de supervivencia que se convierte en rutina. Lo que muchas personas experimentan no es solo cansancio físico, sino un agotamiento del alma: una pérdida de motivación, ilusión o energía vital por tener que justificar continuamente quiénes son y por qué merecen respeto.

Además, en muchas ocasiones, las personas del colectivo sienten que deben explicar, educar o corregir a quienes hacen comentarios ofensivos, tienen actitudes discriminatorias o simplemente ignoran cuestiones básicas sobre diversidad. Esta presión por ejercer una labor pedagógica constante no solo agota, sino que coloca en una posición desigual a quienes ya cargan con el peso del estigma.

Este tipo de dinámicas no desaparece en contextos festivos. Incluso durante el mes del Orgullo, muchas personas sienten que deben estar alegres, disponibles y activas, como si no hubiera espacio para el dolor, el enfado o la tristeza. Esa expectativa colectiva de celebración perpetua también invisibiliza las emociones legítimas de quienes viven procesos personales difíciles o simplemente no desean participar de ese tono festivo.

Cuando el activismo se vuelve insostenible

Uno de los factores que más alimenta el burnout LGTBIQ+ es la sensación de que nunca es suficiente. Muchas personas sienten que, si no están involucradas en causas sociales, si no participan en manifestaciones o si no se exponen públicamente, están traicionando a su comunidad. Este sentimiento de culpa se entrelaza con una exigencia interna de ser útiles, comprometidas o ejemplares, lo que conduce a una autoexigencia que erosiona el bienestar psicológico.

El activismo, cuando se convierte en una obligación más que en una elección libre, pierde su poder transformador y empieza a desgastar emocionalmente. No todas las personas tienen la misma energía, ni las mismas condiciones materiales o emocionales para sostener una militancia activa. Sin embargo, la cultura del “tienes que estar” a veces silencia la posibilidad de descansar, retirarse o simplemente cuidar de una misma o uno mismo.

Esta presión es aún mayor en quienes ocupan lugares interseccionales, como las personas racializadas, trans o con discapacidad. La carga de tener que representar múltiples luchas a la vez no solo intensifica el desgaste, sino que muchas veces se acompaña de la invisibilización dentro de los propios espacios del colectivo.

El burnout también se manifiesta en el cuerpo. Dolores persistentes, dificultades para dormir, irritabilidad, aislamiento emocional, disminución de la libido o apatía generalizada son algunas de sus expresiones más frecuentes. Pero en lugar de identificar estos síntomas como señales de alarma, muchas veces se interpretan como debilidad, lo que refuerza aún más el malestar.

Espacios seguros, no siempre seguros

Otra dimensión importante del burnout LGTBIQ+ se encuentra en la paradoja de los espacios que supuestamente están pensados para cuidar. Muchas personas se acercan a colectivos, asociaciones o grupos de afinidad buscando apoyo, contención o sentido de pertenencia. Sin embargo, no siempre encuentran allí lo que necesitan.

Las dinámicas internas de estos espacios a veces reproducen jerarquías, exclusiones o formas sutiles de presión. El miedo a decepcionar, a no estar suficientemente comprometida o a no cumplir con una cierta imagen de activismo también puede aparecer dentro de estos círculos. De este modo, lo que en teoría debería ser un lugar de alivio y descanso, termina por convertirse en otra fuente de tensión.

Además, es importante tener en cuenta que muchas personas LGTBIQ+ llegan a estos espacios con un historial previo de heridas relacionales. Rechazos familiares, bullying escolar, violencia institucional o experiencias de discriminación acumuladas hacen que se active con mayor facilidad el temor a ser juzgadas, abandonadas o no reconocidas.

Cuando estos temores se ven confirmados, se refuerza la sensación de que no hay lugar seguro posible. Esto puede generar un profundo sentimiento de soledad, aunque se esté acompañada o rodeado de otras personas. El burnout, en este contexto, ya no es solo consecuencia de lo que ocurre en el exterior, sino también del desgaste de los intentos de buscar refugio que no terminan de funcionar.

El permiso para no estar bien

Frente a todo lo anterior, es fundamental poder legitimar una verdad que a menudo se oculta: no siempre se puede estar disponible, no siempre se quiere participar, y no por ello se es menos válida o menos comprometido. El permiso para no estar bien es también una forma de resistencia.

Cuidarse no es un acto egoísta. Es una necesidad. Y cuando se pertenece a un colectivo históricamente señalado, exigir el derecho al descanso, al silencio y a la intimidad puede ser una forma de rebelarse contra un sistema que empuja constantemente a demostrar que se es válida, fuerte o resiliente.

Es necesario desmontar el mito de que todas las personas del colectivo tienen que ser portavoces, referentes o ejemplos de superación. No todas quieren visibilizar su vida, ni todas tienen la capacidad emocional de sostener una lucha constante. Y eso está bien. Ser parte del colectivo LGTBIQ+ no debería implicar tener que cargar con una expectativa de rendimiento emocional, social o político permanente.

En este sentido, el autocuidado va más allá de tomar un descanso. Implica aprender a poner límites, a decir “no puedo ahora”, a reconocer los propios ritmos y a conectar con los deseos personales más allá del mandato del deber. También implica permitirse pedir apoyo sin sentirse una carga, y confiar en que el valor propio no depende del grado de exposición o entrega a la causa.

El orgullo también necesita descanso

El burnout LGTBIQ+ no es una invención ni una moda pasajera. Es una realidad psicológica tangible, vivida por muchas personas que sienten que, a pesar de los avances, siguen teniendo que justificar su existencia en cada espacio. La exposición continua, la presión por ser visibles, la obligación de educar y la falta de lugares realmente seguros desgastan.

Reconocer este agotamiento no significa renunciar a las luchas ni olvidar los logros alcanzados. Significa, más bien, incluir en esas luchas el derecho al descanso, a la vulnerabilidad y al silencio. Es entender que el orgullo no siempre se expresa con fuerza o euforia: a veces se manifiesta en el gesto íntimo de cuidarse, de no rendirse ante el desgaste, de resistir también desde la pausa.

Porque no hay orgullo posible si no hay bienestar. Y no puede haber bienestar si la única forma de existir es estar siempre al frente. Reivindicar el derecho a parar es, en sí mismo, un acto profundamente político. Porque amar, vivir, descansar y sanar también son formas de resistencia.

* Ángel Rull, psicólogo.