Psicología
Esta es la herida emocional más común que comparten muchas personas LGTBIQ+ (y casi nadie identifica)
Las experiencias de vida dejan huella en nuestro sistema emocional

Heridas en personas LGTBIQ+ / 123RF


Ángel Rull
Ángel RullLicenciado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid, con más de 10 años de experiencia en el ámbito de la Psicología Sanitaria, tanto en clínica con población general, como en hospitales, con patologías más severas. Desde 2017, trabajo diariamente con personas de diferentes edades y con una amplio abanico de problemas de manera online, rompiendo las barreras físicas de la terapia convencional.
Hay una emoción que muchas personas del colectivo LGTBIQ+ experimentan de manera silenciosa, persistente y profundamente dolorosa: la vergüenza. No se trata de una vergüenza puntual por una conducta específica o por una decisión equivocada. Es una vergüenza existencial, que aparece cuando alguien llega a creer que hay algo malo en su forma de ser, en su identidad, en su manera de amar o de expresarse. Esta vergüenza no se manifiesta con grandes palabras; suele vestirse de silencio, de discreción forzada, de miedo a brillar o de deseo de pasar desapercibido.
A menudo, esta emoción se instala durante la infancia o adolescencia, en contextos donde ser diferente no solo no se celebra, sino que se castiga con burlas, comentarios despectivos, aislamiento o incluso violencia. Las personas que no encajan en las normas de género o en los modelos de orientación sexual hegemónicos aprenden, muy temprano, que hay partes de sí mismas que es mejor esconder. Y con el tiempo, esa ocultación se convierte en una estrategia de supervivencia emocional.
La vergüenza interiorizada puede tener múltiples consecuencias: desde dificultades para establecer vínculos sanos hasta problemas con la autoimagen, pasando por una lucha constante por sentirse válidos. Aunque no siempre es fácil identificarla, porque se camufla detrás de otras conductas, cuando se nombra y se comprende, abre la puerta a un proceso profundo de reparación.
La infancia como escenario de aprendizaje emocional
Durante los primeros años de vida, el entorno juega un papel determinante en la construcción de la autoestima y del sentimiento de pertenencia. Las niñas y los niños necesitan sentirse aceptados y vistos en su totalidad para desarrollar una identidad segura. Sin embargo, cuando quienes nos rodean envían mensajes, explícitos o implícitos, de que nuestra forma de ser es incorrecta, comienza a crecer una herida silenciosa: la de sentir que no merecemos amor por quienes somos.
Muchos niños y niñas LGTBIQ+ intuyen, mucho antes de ponerle nombre, que sus emociones, intereses o comportamientos no encajan del todo. A veces lo perciben por la forma en que las personas adultas evitan ciertos temas, por los chistes que se hacen sobre otras personas del colectivo, o por el castigo que reciben al mostrar rasgos que no se corresponden con los estereotipos tradicionales. Ese aprendizaje emocional temprano queda grabado en la memoria afectiva y moldea la manera en que cada persona se relacionará con el mundo.
Este escenario tiene un efecto acumulativo: cuantas más veces se repite, más profundamente cala. A medida que crecen, muchas personas aprenden a vigilarse a sí mismas, a corregirse antes de hablar, a mirar hacia los lados antes de mostrar afecto. El resultado no es solo una limitación del comportamiento externo, sino una fractura interna que afecta directamente a la capacidad de sentirse legítimos y dignos de amor.
La máscara del orgullo: éxito, perfección y exigencia
Paradójicamente, muchas personas LGTBIQ+ que han vivido situaciones de rechazo o invalidación emocional temprana desarrollan una respuesta adaptativa que puede resultar muy efectiva desde fuera, pero que esconde un gran dolor dentro: la hiperexigencia. Se esfuerzan por ser brillantes, responsables, impecables en lo profesional y en lo personal. Quieren demostrar que merecen estar donde están, que han superado los obstáculos, que no necesitan compasión ni explicaciones.
Esta respuesta no es casual. Cuando alguien ha crecido con la sensación de que no era suficiente tal y como era, puede llegar a creer que solo alcanzando ciertos logros conseguirá el respeto y el amor que tanto necesita. La búsqueda de validación externa se convierte entonces en una forma de evitar la vulnerabilidad, en una armadura emocional que protege, pero también aísla.
Desde fuera, estas personas pueden parecer admirables, seguras, incluso arrogantes. Pero por dentro, muchas veces hay una gran necesidad de ser vistas de verdad, de ser amadas sin tener que demostrar nada, de poder bajar la guardia. Esta tensión interna entre la imagen que se proyecta y la emoción que se vive es una de las expresiones más dolorosas de la vergüenza interiorizada.
Relaciones, intimidad y el temor a mostrarse por completo
La herida de la vergüenza no solo afecta a la relación con uno mismo, sino que también interfiere profundamente en los vínculos afectivos. Quienes han aprendido a ocultarse desde pequeños o pequeñas, a callar partes de sí mismos o a temer el juicio ajeno, pueden tener grandes dificultades para construir relaciones íntimas donde se sientan realmente libres. Mostrar el cuerpo, expresar afecto, compartir inseguridades o pedir ayuda puede generar ansiedad o incomodidad.
Muchas veces, en las parejas, la persona que ha crecido con esta herida tiende a adoptar roles que le resulten más seguros: cuidar, proteger, complacer, evitar el conflicto, mantenerse siempre al servicio de la otra persona. O, por el contrario, mantenerse a cierta distancia emocional, aparentando independencia o desapego para no exponerse al dolor del rechazo. Ninguna de estas estrategias es consciente al principio, pero todas tienen como raíz el mismo miedo: “Si me muestro tal como soy, dejarán de quererme”.
La autenticidad emocional es un proceso difícil cuando se ha vivido bajo la amenaza de ser excluidos por mostrar la propia verdad. No es extraño que, incluso dentro del colectivo, muchas personas busquen validarse en dinámicas de seducción, en encajar en ciertos estereotipos físicos o en la búsqueda de relaciones que repiten patrones de desigualdad afectiva. La herida de fondo no es la orientación o la identidad, sino el aprendizaje emocional de que no merecemos ser amados si no cumplimos ciertas condiciones.
El silencio familiar: cuando el amor no basta
Una de las heridas más profundas que comparten muchas personas del colectivo LGTBIQ+ no viene de agresiones directas, sino del silencio. Ese silencio que se instala en muchas familias cuando se evita hablar de la orientación sexual o de la identidad de género, cuando no se pregunta, cuando se cambia de tema o se hace como si nada hubiera pasado. Un silencio que duele tanto o más que las palabras, porque transmite la idea de que lo vivido no merece ser nombrado.
Este tipo de ambiente genera una experiencia de invalidación emocional muy intensa. El amor puede estar presente, sí, pero si no se acompaña de aceptación explícita, de interés genuino, de celebración de la identidad, se convierte en una forma de cariño condicionada. Muchas madres y padres quieren lo mejor para sus hijas e hijos, pero no siempre cuentan con las herramientas emocionales o culturales para acompañar de forma sana sus procesos. Así, la persona aprende a no hablar, a no incomodar, a no hacer visible una parte fundamental de su ser.
La herida no desaparece con el tiempo. Puede mantenerse latente durante años, reaparecer en fechas familiares, en conversaciones sociales o incluso en la adultez, cuando surgen otras relaciones que tampoco permiten la expresión completa de la identidad. Y aunque haya amor, lo que falta es el permiso para ser. Esa falta es, en muchos casos, el verdadero origen de la vergüenza que tantas personas cargan sin identificar.
Nombrar la herida para comenzar a sanar
Hablar de vergüenza no es cómodo. Requiere mirar hacia adentro y reconocer emociones que preferiríamos no sentir. Pero también es una oportunidad. Nombrar esta herida, entender de dónde viene y cómo nos afecta, es el primer paso para dejar de vivir desde la ocultación y comenzar a vivir desde la autenticidad. No se trata de culpar a las familias, ni a la sociedad, ni a quienes no supieron hacerlo mejor. Se trata de reconocer lo que dolió y dar espacio a nuevas formas de mirarse.
Las personas LGTBIQ+ no están rotas, no son el problema. El problema ha sido, durante demasiado tiempo, una cultura que les enseñó a callar, a temer, a ajustarse a moldes que no les pertenecían. Reconocer la vergüenza como una emoción compartida no significa quedarse atrapados en ella, sino identificar el punto exacto donde podemos comenzar a liberarnos.
Porque la herida emocional más común que comparten muchas personas del colectivo no tiene que ser eterna. Puede convertirse en fuerza, en conciencia, en motor de transformación. Pero solo si se permite ser vista, comprendida y sostenida con la dignidad que merece.
* Ángel Rull, psicólogo.
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