Psicología

“Vivía por y para los demás... hasta que mi cuerpo dijo basta”

El cuerpo se atreve a decir lo que nosotros callamos

Agotamiento emocional

Agotamiento emocional / 123RF

Ángel Rull

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A lo largo de mi trayectoria como psicólogo, he escuchado una frase repetida en distintas voces, matices y contextos: “Vivía por y para los demás… hasta que mi cuerpo dijo basta”. Es una confesión que suele llegar acompañada de agotamiento, lágrimas contenidas y una sensación de no entender cómo se ha llegado hasta ese punto. Detrás de esas palabras hay historias de entrega incondicional, de priorizar las necesidades ajenas y de relegar las propias hasta que algo, generalmente físico, irrumpe con fuerza para poner un límite que no se supo o no se pudo establecer antes.

Esta vivencia no es exclusiva de un género, edad o situación particular. Afecta a mujeres y hombres que, por diferentes razones, han aprendido a valorarse en función de lo que hacen por los demás, olvidando su propio bienestar. Son personas que han construido su identidad sobre la base de la disponibilidad, la responsabilidad y el sacrificio. Y aunque al principio esta forma de vivir puede parecer noble o admirable, con el tiempo se vuelve insostenible, cobrando una factura que muchas veces se paga con la salud física y mental.

La trampa de la entrega incondicional: cuando cuidar a los demás implica abandonarse

Cuidar a las demás personas es un acto de amor, solidaridad y empatía. Sin embargo, cuando ese cuidado se convierte en una exigencia permanente, cuando no deja espacio para las propias necesidades, empieza a transformarse en una trampa invisible. Muchas personas, especialmente aquellas que han crecido en entornos donde se les inculcó la responsabilidad temprana o el deber de velar por el bienestar ajeno, asumen como propia la tarea de sostener a quienes las rodean, incluso a costa de su propia salud.

En consulta, escucho relatos de mujeres y hombres que pasan su vida pendiente de lo que necesitan sus parejas, familiares, amistades o personas a su cargo. Son quienes siempre están disponibles, quienes nunca dicen que no, quienes posponen su descanso o placer porque “hay cosas más importantes”. Lo que empieza como una elección generosa termina convirtiéndose en una obligación autoimpuesta, reforzada por la gratitud o el reconocimiento externo. Pero detrás de esa entrega se esconde, muchas veces, un miedo profundo: el miedo a ser rechazadas, a no ser queridas si no cumplen ese rol, a sentirse inútiles o sin valor fuera de la función de cuidar.

La trampa de la entrega incondicional es que no tiene fin. Nunca es suficiente, siempre hay algo más que hacer, alguien más a quien atender, un nuevo problema que resolver. Y como nadie puede sostener indefinidamente una entrega sin límites, el cuerpo empieza a reclamar lo que la mente no ha podido expresar. Fatiga, insomnio, dolores musculares, contracturas, problemas digestivos o de piel son algunas de las manifestaciones físicas que suelen aparecer como primeras señales de alarma. Pero a menudo estas señales son ignoradas, minimizadas o interpretadas como obstáculos que hay que superar para seguir cumpliendo con las obligaciones autoimpuestas.

Este patrón de vida suele estar tan arraigado que cuesta verlo como un problema. Al contrario, muchas personas se sienten orgullosas de su capacidad de entrega y sacrificio, y les resulta difícil aceptar que esa misma entrega puede estar destruyéndolas poco a poco. Es aquí donde el cuerpo actúa como último recurso, obligando a detenerse cuando ya no queda más energía para sostener lo insostenible.

La dificultad de poner límites: entre la culpa y el miedo al rechazo

Una de las razones por las que muchas personas terminan viviendo por y para los demás es la dificultad de poner límites claros y sostenidos. Decir “no”, priorizarse o reservar tiempo propio son actos que pueden generar una intensa sensación de culpa, especialmente en quienes han aprendido que su valor radica en ser útiles, serviciales o complacientes. La culpa funciona como un recordatorio interno de que no se está cumpliendo con el mandato implícito de estar siempre disponible para los demás.

Esta dificultad no surge de la nada. Tiene raíces profundas en la historia personal y en los mensajes recibidos a lo largo de la vida. Algunas personas crecieron en hogares donde se les reconocía solo cuando ayudaban, cuidaban o asumían responsabilidades que no les correspondían. Otras vivieron situaciones en las que poner límites fue castigado con silencio, rechazo o desaprobación. En ambos casos, el mensaje que quedó grabado es claro: si no haces por los demás, no eres valiosa o valioso.

El miedo al rechazo también juega un papel central. Decir “no” implica arriesgarse a que la otra persona se enfade, se aleje o deje de querer. Para quien ha construido su identidad en función de la aprobación externa, esta posibilidad resulta intolerable. Por eso, muchas personas prefieren seguir diciendo que sí, aunque eso implique sobrecargarse, postergarse y agotarse. Pero esta estrategia tiene un costo elevado: poco a poco, se va perdiendo contacto con las propias necesidades, deseos y límites.

La ausencia de límites claros no solo afecta a quien los omite, sino también a las relaciones que establece. Con el tiempo, se generan dinámicas desequilibradas, donde una persona da mucho más de lo que recibe, lo que puede derivar en sentimientos de resentimiento, frustración o sensación de vacío. Y cuando el cuerpo dice basta, estas emociones suelen aflorar con fuerza, mostrando todo aquello que se había callado durante años.

Nueve señales que nos manda el cuerpo antes de decir basta

El cuerpo es sabio y, antes de llegar a un colapso, suele enviar señales de alerta que invitan a detenerse, reflexionar y cambiar. Sin embargo, en una cultura que valora la productividad por encima del bienestar, estas señales son frecuentemente ignoradas o subestimadas.

Estas son las nueve señales más comunes que escucho y observo en consulta, y que actúan como avisos de que algo no está bien:

1. Cansancio persistente

No importa cuánto se duerma o descanse, la sensación de agotamiento no desaparece. Es un cansancio que va más allá de lo físico, que afecta la mente y las emociones, y que hace que las actividades cotidianas se vivan como una carga pesada.

2. Dolores musculares y tensiones constantes

Contracturas en cuello, hombros o espalda que no mejoran con masajes o fisioterapia. El cuerpo acumula la tensión de las responsabilidades y preocupaciones, expresándola en forma de dolor físico.

3. Problemas digestivos recurrentes

Sensación de nudo en el estómago, acidez, gastritis o alteraciones en el tránsito intestinal que no tienen una causa médica clara, pero que reflejan un estado de estrés sostenido.

4. Insomnio o sueño no reparador

Dificultad para conciliar el sueño, despertares frecuentes durante la noche o sensación de no haber descansado al despertar. El insomnio suele ser una señal temprana de que la mente no logra desconectarse de las obligaciones.

5. Caídas frecuentes de las defensas

Resfriados, gripes u otras infecciones recurrentes. El sistema inmunitario se debilita cuando el cuerpo está sometido a un estrés prolongado sin pausas ni autocuidado.

6. Irritabilidad y cambios de humor

Reacciones desproporcionadas ante pequeñas contrariedades, impaciencia o tendencia a sentirse desbordada o desbordado emocionalmente por situaciones cotidianas.

7. Pérdida de interés o disfrute

Actividades que antes resultaban placenteras empiezan a vivirse como obligaciones o dejan de generar satisfacción. La desconexión con el placer es una señal de que la energía vital está muy disminuida.

8. Problemas de piel

Brotes de acné, dermatitis, psoriasis o urticarias sin causa aparente. La piel, como órgano de contacto con el mundo, refleja muchas veces el estado interno de estrés o sobrecarga.

9. Dificultades para concentrarse

Sensación de mente nublada, olvidos frecuentes, dificultad para mantener la atención o tomar decisiones. El cerebro, al igual que el cuerpo, se ve afectado por la falta de descanso y autocuidado.

Escuchar al cuerpo no es un acto de debilidad, sino de valentía. Es reconocer que merecemos descanso, placer, espacio y cuidado, al igual que quienes nos rodean. Es comprender que el amor propio no resta amor a las demás personas, sino que lo fortalece. Y es decidir, conscientemente, construir una vida donde podamos estar para los demás sin dejar de estar para nosotras mismas y nosotros mismos.

* Ángel Rull, psicólogo.