Psicología

Esto es lo que he aprendido como psicólogo corriendo mi primera carrera de 10k

Una carrera nos ayuda a entender cómo funcionamos en la vida

Esto es lo que he aprendido como psicólogo corriendo mi primera carrera de 10k

Esto es lo que he aprendido como psicólogo corriendo mi primera carrera de 10k / CEDIDA - Ángel Rull

Ángel Rull

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Correr una carrera de 10k, en principio, parecía solo un reto físico. Pero para mí terminó siendo mucho más que eso. Como psicólogo, no pude evitar mirar lo que vivía desde dos lugares al mismo tiempo: el de alguien que corre y se enfrenta a sus propios límites, y el de alguien que observa, reflexiona y aprende de lo que siente y piensa mientras lo hace. Cruzar esa meta no fue solo una prueba de resistencia, fue una experiencia llena de lecciones que se quedaron conmigo y que hoy quiero compartir. No hablo de marcas ni de rendimiento, sino de lo humano que hay detrás de esos kilómetros.

Lo que entendí con el tiempo es que una carrera no empieza el día en que te pones las zapatillas y el dorsal. Empieza mucho antes, en las decisiones pequeñas de cada día, en los entrenamientos, en esos momentos en los que dudas de ti misma o de ti mismo y aun así sigues adelante. Y lo curioso es que esa dinámica se parece mucho a la vida: cómo manejamos el cansancio, los contratiempos, los logros, dice mucho de cómo nos paramos frente a nuestras propias dificultades.

Mucho antes del disparo de salida: lo emocional también se entrena

Algo que me sorprendió fue darme cuenta de que el verdadero inicio de la carrera no era el día marcado en el calendario, sino los meses previos, en cada entrenamiento, en cada día que decidía calzarme las zapatillas aunque el cuerpo me pidiera sofá. Esos momentos contaban tanto o más que el día de la carrera. Y no era solo cuestión de piernas, era cuestión de cabeza: aprendía a sostenerme, a no buscar excusas, a seguir aunque las ganas no aparecieran.

Claro que el cuerpo necesitaba entrenamiento, eso está fuera de discusión. Pero lo que realmente me puso a prueba fue la parte emocional. Hubo que aprender a manejar la frustración cuando los tiempos no mejoraban, a tolerar la incertidumbre de no saber si ese día mi cuerpo respondería bien y, sobre todo, a tener paciencia. Porque mejorar no es algo que pase de un día para otro. Esos entrenamientos no solo fortalecían mis músculos, también construían confianza en mí mismo.

En ese proceso empecé a escucharme de verdad: a reconocer cuándo necesitaba descansar, cuándo podía exigirme un poco más, y cuándo lo que parecía pereza era, en realidad, cansancio legítimo. Como psicólogo, eso me llevó a pensar en lo rápido que tiramos la toalla a veces cuando no vemos resultados inmediatos. La carrera me enseñó que lo que parece mínimo en realidad suma mucho más de lo que creemos.

El día de la carrera: mucho más que un esfuerzo físico

Llegó el día de la carrera y lo que sentí iba mucho más allá del cuerpo. Era un torbellino de nervios, emoción, ganas y miedo. Desde que me até el dorsal hasta que escuché el disparo de salida, la cabeza iba a mil: ¿estaré listo?, ¿aguantaré?, ¿cómo me irá? Pero, curiosamente, esa vulnerabilidad no me paralizó; al contrario, fue un motor para dar lo mejor de mí.

Algo que me impactó fue la energía colectiva. Estar rodeado de gente tan distinta, cada quien corriendo por su motivo personal, creó un ambiente muy potente. Ver cómo personas desconocidas se animaban, cómo surgían miradas de apoyo entre corredores, cómo los aplausos de la gente en la calle empujaban cuando más lo necesitabas, me hizo pensar en lo importante que es el entorno. A veces no necesitamos grandes discursos de motivación, basta con que alguien nos mire o nos aliente en el momento justo, como las personas que llevé los 10k a mi lado.

Durante la carrera, hubo momentos en los que el cuerpo pedía parar y la mente se llenaba de dudas. Pero bastaba cruzar una mirada con otra persona, escuchar un “¡vamos!” desde la acera o ver a alguien al lado aguantando igual que yo, para recuperar energía. Ahí entendí que pedir ayuda, aceptar el apoyo de los demás o simplemente dejarse acompañar no es un signo de debilidad. Es, de hecho, un acto de inteligencia emocional. Fue un recordatorio de lo valiosa que es la red de apoyo que tenemos en cualquier ámbito de la vida.

Cinco aprendizajes que me regaló esta experiencia

Cuando me apunté a la carrera de 10k, pensé que el mayor aprendizaje sería físico: conocer mis límites, mejorar mi resistencia, cumplir un objetivo deportivo. Sin embargo, lo que terminó ocurriendo fue mucho más profundo y transformador. A medida que entrenaba, que fallaba, que mejoraba y que me enfrentaba a mis propias dudas, empecé a darme cuenta de que esta experiencia me estaba enseñando mucho sobre mí mismo y sobre la vida en general. Cada kilómetro, cada entrenamiento, cada momento en que dudé si seguir o parar, me fue dejando pequeñas lecciones que no solo aplicaban al deporte, sino a las relaciones, al trabajo, a los proyectos personales y a la forma en que me enfrento a lo cotidiano.

Estos son mis cinco aprendizajes:

1. No obsesionarse con la meta, disfrutar el recorrido

Uno de los aprendizajes más claros fue que, si solo pensaba en cruzar la meta, me perdía todo lo que pasaba mientras tanto. Cuando el único foco era llegar al final, cada kilómetro se hacía eterno. Pero cuando empecé a valorar los momentos, a celebrar las pequeñas victorias, todo cambió. Esto me recordó a algo que veo mucho en consulta: vivimos esperando cumplir metas, sin disfrutar los pasos que nos llevan hasta ellas. Aprender a estar presentes en el proceso es, en sí mismo, un acto de bienestar.

Disfrutar el camino no significa rendirse ni abandonar objetivos, significa entender que cada tramo suma algo propio. Mientras corría, dejé de mirar solo el ritmo o la distancia y empecé a notar el ambiente, la gente que alentaba. Como en la vida, si solo miramos adelante, nos perdemos de lo que está pasando ahora mismo.

Esto también me hizo pensar en cómo acompañamos a las personas: ¿les enseñamos a valorar sus procesos o solo celebramos cuando alcanzan sus metas? La carrera me mostró que no hay un único ritmo correcto y que el verdadero logro está en cómo transitamos el camino, no solo en cruzar la línea de llegada.

2. El grupo y los vínculos marcan la diferencia

Aunque correr puede parecer una actividad individual, descubrí que hay algo profundamente colectivo en ella. Los entrenamientos con amistades, los ánimos en la carrera, las pequeñas muestras de apoyo: todo eso fue fundamental para mantenerme en pie. Aprendí que los vínculos no solo acompañan, sino que nos transforman. A veces es la mirada de otra persona, un gesto, una palabra breve lo que nos recuerda que podemos seguir.

Durante la carrera, vi cómo las personas se ayudaban sin conocerse: alguien que alentaba a otra corredora, alguien que se quedaba acompañando a quien aflojaba el paso, grupos que celebraban juntos cada avance. Eso hizo que la experiencia fuera mucho más rica y me dejó pensando en cómo, en la vida diaria, quienes cuentan con redes de apoyo tienen más herramientas para enfrentar los momentos difíciles. La carrera me recordó que, aunque el objetivo sea personal, el camino siempre es compartido.

3. Los pensamientos pueden impulsarte o frenarte

En esos 10k confirmé algo que sabía en teoría, pero que viví en carne propia: la mente puede ser tu mejor amiga o tu peor enemiga. Hubo momentos en los que me decía “no vas a poder” o “¿para qué te metiste en esto?”. Pero también aparecieron otras frases: “ya vas por la mitad”, “aguanta un poco más”. Entendí que no podía controlar lo que aparecía en mi cabeza, pero sí podía elegir a qué pensamientos prestarles atención.

Eso es algo que vale para cualquier ámbito: todos tenemos pensamientos limitantes que intentan frenarnos. La clave está en reconocerlos, no engancharse del todo con ellos y cultivar una voz interna más amable. La carrera me enseñó que la relación con nuestros pensamientos puede marcar la diferencia entre abandonar o seguir, entre sabotearnos o fortalecernos.

4. La constancia es más fuerte de lo que parece

Llegar a completar la carrera no fue un milagro del día anterior. Fue el resultado de muchos días de entrenamiento, de levantarse cuando no había ganas, de hacer hueco en la agenda, de insistir aunque no se notara progreso inmediato. Me di cuenta de que la constancia, aunque sea silenciosa, termina marcando toda la diferencia.

Eso me llevó a pensar en el crecimiento personal: queremos cambios rápidos y visibles, pero los procesos importantes suelen avanzar despacio. Cada entrenamiento, aunque breve o imperfecto, fue fortaleciendo no solo mi cuerpo, sino también mi confianza. Esto también lo veo en terapia: los hábitos sostenidos fortalecen la confianza, y la confianza abre puertas a nuevas oportunidades.

5. La actitud lo cambia todo

Finalmente, confirmé que la actitud con la que enfrentamos los retos puede transformar completamente la experiencia. No solo importaba cuánto había entrenado o cómo estaba físicamente: lo que marcaba la diferencia era cómo elegía interpretar lo que pasaba. Una actitud abierta, flexible, con ganas de aprender, me permitió disfrutar incluso los momentos complicados. Una actitud rígida o negativa, en cambio, hubiera hecho que cada tropiezo se sintiera como un drama.

Esto lo aplico cada día: no siempre podemos cambiar las circunstancias, pero sí podemos elegir cómo nos paramos frente a ellas. La carrera me enseñó que la actitud no solo mejora la experiencia, sino que también puede convertir una situación difícil en una oportunidad de crecimiento.

Más que correr, se trata de cómo decides recorrer

Correr mi primera carrera de 10k fue mucho más que un logro deportivo: fue una experiencia que me conectó con mis propios límites, con mis pensamientos, con mis emociones y, sobre todo, con mi forma de mirar la vida. Aprendí que el proceso importa tanto como la meta, que las personas que nos rodean son clave, que la mente puede ser nuestra aliada, que la constancia marca la diferencia y que la actitud que elegimos nos transforma.

Al final, cada carrera que corremos, literal o metafóricamente, nos da la oportunidad de conocernos mejor y de recordar que lo importante no es solo llegar, sino cómo decidimos vivir cada paso. Y, quizás, eso es lo que hace que cruzar cualquier línea de llegada sea realmente significativo.

* Ángel Rull, psicólogo.