Psicología
La trampa de la autoexigencia: cuando 'dar lo mejor de ti' te lleva al agotamiento
El perfeccionismo no nos acerca de forma directa a nuestras metas

La trampa de la autoexigencia / 123


Ángel Rull
Ángel RullLicenciado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid, con más de 10 años de experiencia en el ámbito de la Psicología Sanitaria, tanto en clínica con población general, como en hospitales, con patologías más severas. Desde 2017, trabajo diariamente con personas de diferentes edades y con una amplio abanico de problemas de manera online, rompiendo las barreras físicas de la terapia convencional.
En una sociedad que exalta el esfuerzo, la productividad y la excelencia, muchas personas han interiorizado la creencia de que deben dar siempre lo mejor de sí mismas. Esta idea, en apariencia positiva, puede convertirse en una trampa cuando se transforma en un mandato constante. La autoexigencia, lejos de ser solo una herramienta de superación, puede derivar en un nivel de presión interna que agota, paraliza y desconecta del bienestar personal.
Dar lo mejor de uno mismo o una misma no es problemático en sí. De hecho, el deseo de crecer, mejorar o avanzar es una expresión legítima de la motivación humana. El problema aparece cuando ese deseo se vuelve imperativo, cuando no hay espacio para el error, cuando cualquier resultado que no sea excelente se vive como un fracaso, o cuando se sacrifica la salud mental y física en nombre del rendimiento.
¿Qué hay detrás de la autoexigencia constante?
La autoexigencia suele presentarse como una virtud: personas responsables, detallistas, comprometidas, perfeccionistas. Sin embargo, bajo esta fachada se esconden con frecuencia emociones no expresadas y temores profundos. La necesidad de dar siempre lo mejor puede nacer del miedo a no ser suficiente, del temor a decepcionar o de una historia marcada por exigencias externas que fueron interiorizadas con el tiempo.
Muchas personas han crecido en entornos donde el afecto estaba condicionado al rendimiento. Frases como “si sacas buenas notas, te premio”, “si te portas bien, te quiero” o “si cumples, te reconozco” instalan una forma de vivir en la que el valor personal está ligado a lo que se logra. Este aprendizaje temprano, si no se revisa, se convierte en una voz interna que exige sin descanso, incluso cuando ya no hay nadie al lado juzgando.
La autoexigencia también está alimentada por un contexto cultural que premia la hiperproductividad. Vivimos en una época donde descansar parece un lujo, donde parar se asocia con perder el tiempo, y donde mostrarse vulnerable o limitado aún genera vergüenza. En este escenario, las personas que siempre “pueden con todo” reciben reconocimiento, mientras que quienes se detienen a escucharse son vistas como menos capaces o comprometidas.
Así, la autoexigencia se sostiene en la creencia de que el valor personal depende del resultado constante. No hay espacio para la pausa, para el error, para el cansancio. Todo se mide en términos de eficiencia y rendimiento. Y cuando el cuerpo o la mente dicen basta, aparece la culpa, el autojuicio o la sensación de estar fallando.
Las consecuencias emocionales de exigirse en exceso
Aunque al principio puede parecer una fuente de motivación, la autoexigencia sostenida en el tiempo tiene efectos profundos sobre el bienestar emocional. Una de las consecuencias más visibles es el agotamiento crónico. Vivir bajo una presión interna constante desgasta no solo físicamente, sino también psicológicamente. Las personas se sienten exhaustas sin saber por qué, pierden el entusiasmo por lo que antes les motivaba y experimentan una sensación constante de insatisfacción.
Otra consecuencia frecuente es la dificultad para disfrutar de los logros. Quienes viven desde la autoexigencia tienden a minimizar sus avances, a centrarse en lo que faltó o en lo que podría haberse hecho mejor. Esta actitud impide registrar el propio crecimiento y genera una sensación continua de deuda con uno mismo o una misma. Nunca es suficiente. Nunca se llega. Siempre falta algo más.
A nivel emocional, también suele aparecer ansiedad, tristeza o irritabilidad. La presión por cumplir con estándares altos (y muchas veces inalcanzables) genera una tensión interna que puede convertirse en insomnio, contracturas, alteraciones digestivas o bloqueos emocionales. En algunos casos, la autoexigencia puede estar tan arraigada que incluso los momentos de descanso se viven con culpa o incomodidad.
Además, esta forma de funcionar afecta las relaciones interpersonales. Las personas autoexigentes pueden esperar de los demás el mismo nivel de compromiso que se imponen a sí mismas, lo que genera tensiones o frustraciones. También puede ocurrir lo contrario: que se nieguen a pedir ayuda, delegar o mostrarse vulnerables por miedo a ser vistas como incapaces. Esto dificulta el apoyo mutuo y refuerza el aislamiento.
Cuando la autoexigencia se confunde con identidad
Uno de los aspectos más complejos de la autoexigencia es que muchas personas no la identifican como un problema, sino como parte de su personalidad. Frases como “yo soy así”, “no sé trabajar de otra manera” o “si no me esfuerzo al máximo, me siento mal” son expresiones habituales de este fenómeno. La autoexigencia se vive como una cualidad innata, cuando en realidad es una forma aprendida de estar en el mundo.
Esta confusión entre identidad y exigencia interna hace que cuestionar ese patrón se viva como una amenaza. La persona puede sentir que, si deja de exigirse tanto, dejará de ser valiosa, perderá oportunidades o será rechazada. Es un temor lógico, si se entiende que esa forma de vivir ha sido una estrategia de supervivencia: exigirse para ser querida, para ser vista, para no fallar.
Cambiar este patrón implica, por tanto, un proceso profundo de reconstrucción interna. No basta con decirse “voy a exigirme menos”. Es necesario revisar las creencias que lo sostienen, dar lugar a nuevas formas de validarse y comenzar a construir una identidad donde el valor no dependa del rendimiento. Esto requiere tiempo, práctica y mucha amabilidad con uno mismo o una misma.
Reconocer que no somos lo que logramos, sino también lo que sentimos, lo que necesitamos y lo que elegimos, es un paso clave. Se trata de recuperar una mirada más amplia, más humana y más realista sobre lo que significa ser una persona valiosa. Y eso incluye el derecho a equivocarse, a descansar, a no dar el 100 % todo el tiempo y a decir “hoy no puedo”.
Claves para salir del ciclo de la autoexigencia
La salida de la trampa de la autoexigencia no es inmediata, pero puede comenzar con pequeños cambios conscientes. Una de las claves principales es reconocer la voz interna que exige. Muchas veces, esa voz es tan automática que no se cuestiona. Prestar atención a frases como “tengo que”, “debería” o “no puedo fallar” permite identificar cuándo estamos actuando desde la presión y no desde el deseo.
Otra clave fundamental es aprender a valorar el proceso y no solo el resultado. En un mundo centrado en la meta, detenerse a reconocer el camino recorrido es un acto de cuidado personal. Celebrar los pequeños avances, agradecer el esfuerzo realizado y permitir que haya días menos productivos son formas de empezar a relacionarse con uno mismo o una misma desde un lugar más compasivo.
También es importante practicar la autovalidación. Esto implica dejar de buscar constantemente aprobación externa y comenzar a reconocer el propio valor desde dentro. Decirse frases como “estoy haciendo lo mejor que puedo”, “no necesito exigirme más para merecer descanso” o “mi valor no depende de lo que logro” puede parecer artificial al principio, pero con el tiempo se convierten en una base emocional sólida.
Por último, recuperar espacios de pausa, ocio y disfrute sin culpa es una manera de equilibrar el sistema interno. El descanso no es una recompensa por haber cumplido, sino una necesidad básica. Permitirlo, sin justificarlo ni posponerlo, es una señal de respeto hacia el propio cuerpo y la propia mente.
La autoexigencia ha sido durante mucho tiempo vista como una virtud silenciosa: se premia, se admira, se imita. Sin embargo, cuando esa exigencia se vuelve constante, cuando no deja espacio para el error, para el descanso o para la vulnerabilidad, deja de ser un motor y se convierte en una carga. Una carga que no se ve, pero que pesa. Y mucho.
Reconocer que esta forma de funcionar no es innata, sino aprendida, permite abrir la puerta al cambio. Salir de la trampa de la autoexigencia no implica renunciar a los sueños, ni dejar de esforzarse. Implica, más bien, hacerlo desde un lugar más consciente, más amable y más conectado con las propias necesidades.
* Ángel Rull, psicólogo.
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