"¿Ni siquiera por mí, mamá?"

Los familiares de los suicidas viven con una cierta sensación de abandono que no les permite cerrar la cicatriz que deja la muerte

ÀNGELS GALLARDO / BARCELONA

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Quien se quita la vida de forma más o menos violenta no solo suprime sus posibilidades futuras sino que rompe con la responsabilidad de dar y recibir afecto que lo vincula a las personas que le quieren. “Yo no me suicidaré nunca porque haría sufrir a quienes ahora están conmigo”, dice Magda, de 57 años, que confiesa haberse aproximado más de una vez a la idea de dejar este mundo, descartándola siempre. “Comprendo que no todos piensen como yo”, añade, consciente de la oscuridad que rodea a quien no ve futuro y se recluye en la desesperanza que caracteriza a una depresión profunda.

Así lo entienden también quienes participan en colectivos que agrupan a familiares de personas que se suicidaron. Una de ellas es la Associació de Supervivents que coordina Cecilia Borrás, una mujer de 50 años que hace siete perdió a su hijo de 19, de forma inesperada, una tarde que no pudo soportar el dolor que le causaba una ruptura sentimental. Acabó con su vida de forma repentina. Borrás es una de las promotoras del cortometraje 'La música da color a la vida', que ha dirigido David Hernández, en el que aparecen personas en proceso de superar una depresión con la que han viajado hasta los umbrales que separan las ganas de vivir del deseo de morir. El corto es una relajante invitación a seguir adelante. “Hemos evitado expresamente los aspectos dolorosos a que se enfrentan los protagonistas”, aclara Borrás.

¿QUÉ LE PASÓ EN EL ÚLTIMO MOMENTO?

Los familiares de un suicida tienen en común un sutil o inconsciente sentimiento de culpa, por no haber estado allí para evitar aquella muerte. Una cierta angustia, que surge con mil facetas, por haber sido "abandonados", y una cicatriz que, explican, parece renovarse cada día. “Yo represento a muchas más personas que hemos dado unos pasos similares en los momentos más duros, cuando lo único que piensas es en que quieres reunirte con quien se ha ido. Con mi hijo, en mi caso”, explica Cecilia Borrás. “Mi hijo se suicidó por amor, y yo me quedé sin nada que pueda explicarme su muerte –relata, como si hubiera ocurrido ayer mismo-. Se me rompió de golpe mi vínculo afectivo más fuerte. De forma drástica, me encontré ante un futuro vacío. No lo he visto crecer y nadie ni nada me puede explicar porqué perdí a mi hijo”.

No se puede acoger a aquel coche que pierde los frenos en una curva y acaba con la vida de sus ocupantes. Ni al tumor maligno que devasta una vida. Cecilia Borrás nunca dejará de repetirse un mensaje irrefutable: “No sé qué le pasó a mi hijo en los últimos minutos de su vida. No tengo una explicación”. Un desengaño amoroso, comenta, es una explicación necesariamente subjetiva para aquella tragedia. “¡Cuántas veces me he peleado con mi marido, y nunca he pensado en quitarme la vida por ello!”, añade.

En los grupos que coordina la asociación de supervivientes se intercambian sentimientos que identifican a quienes participan en ellos, y los ayuda a comprenderse.

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No es lo mismo ver morir a un hijo adulto, que ser un niño y perder a su madre, puntualizan. “A un niño, aún le resulta más incomprensible la muerte brusca y sin motivo aparente de su madre –asegura Borrás-. La sensación que predomina en esos niños es la de unabandono total, terrible. Su pregunta recurrente es ‘¿Ni por mí has podido seguir viviendo, mamá?’ Ese niño siempre necesitará comprender, pero siempre le resultará imposible de entender la muerte de mamá”.

Cerca del 50% de estos supervivientes caen en una depresión muy honda. Otros, somatizan su dolor en una dolencia física. Encuentran algo de consuelo acercándose a los hechos que explican su cicatriz, aunque no se dedican a cultivarla. “Nuestro objetivo es vivir siendo felices”, sostienen.