Un hermano sin cuerpo (1): Explotación | Texto y podcast

Mi hermano Samuel y yo vivimos en un piso de cuarenta metros, creo que para mantener el único vínculo estrictamente biológico que nos queda. Desde que se murió nuestra abuela solo nos tenemos el uno al otro.

Un niño estudia en su hogar durante el confinamiento, el pasado 16 de abril

Un niño estudia en su hogar durante el confinamiento, el pasado 16 de abril / periodico

Najat El Hachmi

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Mi hermano Samuel y yo vivimos en un piso de cuarenta metros cuadrados en la frontera entre Gràcia y el Guinardó. Cuando nos emancipamos pasamos un tiempo alquilando habitaciones en distintos barrios de la ciudad, pero a menudo teníamos problemas de convivencia que eran difíciles de soportar sin vínculo afectivos con nuestros compañeros de piso. Es verdad que algunos de ellos se acabaron convirtiendo en buenos amigos, pero la amistad no basta para soportar las molestias que provoca cualquier presencia humana. Aunque hace tiempo que se graduó en una de esas carreras inútiles que él dice que sirven para pensar y emanciparse del sistema capitalista explotador en el que vivimos, mi hermano no trabaja y soy yo la que se hace cargo de los gastos que, en principio, teníamos que compartir al vivir juntos.

Yo soy dependienta en un supermercado y cobro poco, pero bastante más que los amigos universitarios de mi hermano, que se pasan horas leyendo montones de libros que yo no entiendo para escribir artículos complicadísimos que no se sabe muy bien lo que dicen por los que les pagan una miseria. Mi hermano hace tiempo que decidió que él no estaba dispuesto a continuar en la rueda de hámster de la autoexplotacion y me citaba un libro de una tal Remedios Zafra sobre la trampa de entusiasmarse con el mundo académico para no llegar nunca a nada porque todo estaba pensado para no llegar nunca a nada. Así que mi hermano, para no caer en la trampa de no llegar a nada, había decidido no hacer nada. Cuando lo escucho quejarse de todo el sistema perverso alienante me siento un poco mejor con mi trabajo de cajera de supermercado, un trabajo que me permite pagar las facturas a final de mes.

Para no caer en la trampa de no llegar a nada, mi hermano había decidido no hacer nada   

Sin haberlo hablado nunca, creo que también decidimos compartir piso para mantener el único vínculo estrictamente biológico que nos queda. Desde que se murió nuestra abuela solo nos tenemos el uno al otro. La convivencia no ha sido siempre fácil, a lo mejor porque nos sabemos tan inevitablemente dependientes, a lo mejor porque es un carga pesada lo de saber que somos el único pariente de otra persona. Ahora intento recordar cómo eran los días antes de que empezara el confinamiento por el virus, pero me cuesta volver a unos tiempos que ya parecen de una época remota. No han pasado más que unos meses, pero es como si el mundo se hubiera vuelto del revés y nada de lo que pensábamos, sentíamos y éramos antes es lo que pensamos, sentimos y somos ahora. ¿Cómo puede ser que la nos haya cambiado tanto? Son preguntas que no dejo de hacerme, porque a mi hermano, en estos meses en los que ha tenido que quedarse en casa, le han pasado cosas extrañas. Nunca habría imaginado que una persona más o menos definida, con unos límites concretos, una persona que conozco desde que nacimos y que es lo que se dice normal, acabaría separada de su propio cuerpo, diciendo que el cuerpo no existe.

Quisiera recordarlo como era: inquieto, alegre, entusiasmado con todas las movidas en las que participaba, abrazado al ritmo acelerado de la ciudad cuando esta era un no parar de ir y venir de gente. Esa ciudad viva que parecía querer expulsarnos a sus márgenes gracias a la globalización y la gentrificación masiva. Todo para los turistas, ellos eran los amos de los espacios que nos correspondían, los visitantes de estancias breves ocupaban los autobuses, el metro, las terrazas de los bares en las que nosotros no podíamos sentarnos a tomar nada porque los precios estaban hechos a la medida del bolsillo de los extranjeros y no de nuestra precaria economía.

Solo algunos chinos, que conocían la gravedad de la enfermedad, llevaban mascarilla

La memoria me traiciona y hace que vea los transeúntes de entonces con mascarilla, pero lo cierto es que los días previos al estado de alarma no había nadie que la llevara. Solo algunos chinos que conocían la gravedad de la enfermedad y no se cachondeaban como hacíamos nosotros. Tanto mi hermano como yo decíamos que todo era una exageración, que no era más que un resfriado común y especulábamos sobre las conspiraciones que ocultaba tanto alarmismo.

► Lea también los otros capítulos de los relatos de verano

<strong><u>relatos de verano</u></strong>

Ahora lo intento, pero no puedo, recordar una Barcelona sin gente con mascarilla, algo que me genera cierta inquietud. Si la memoria me traiciona con un detalle tan insignificante, ¿cómo puedo estar segura de que lo que recuerdo es lo que pasó?¿Cómo puedo saber quién soy yo? ¿Cómo sé que lo que soy ahora es lo mismo que lo que fui hace cinco meses o cinco años? Ahora veo que se me están contagiando los pensamientos extraños de mi hermano que, poco a poco y sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, acabó escindido de su propio cuerpo. 

Suscríbete para seguir leyendo