El Vergel del Mediterráneo (3): En el verano del 18 (Eddy) | Texto y podcast

Los planes de Carlota Sirvent pasaban por ocupar un terreno en una urbanización en decadencia para instalar allí su caravana. Pero llegó el verano del 18.

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Josep Maria Fonalleras

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No es mi intención destrozar la historia de Carlota, y menos en el tercer capítulo, pero creo que tengo derecho a intervenir para dar la opinión sobre un tema en el que, francamente, me siento bastante involucrado. Se trata de mi muerte. Permítanme el recurso (no es la primera vez que leen la confesión de un cadáver) y guárdenme el secreto. A Carlota no le gustaría saber que ustedes ya están al tanto de las circunstancias de mi fallecimiento aunque, observando sus primeras impresiones, me parece que ya pueden haberse hecho una composición de lugar.

También tengo que confesarles que no voy a explicar los detalles de su acción y no opinaré si lo de Carlota fue un acto de conmiseración o un simple asesinato, un vil, horrendo y egoísta asesinato. Me presento aquí, cadáver, pues, para contarles algo de Carlota Sirvent, de cómo nos conocimos y de cómo llegamos al asunto que nos ocupa. Ella trabajaba en la residencia de ancianos donde estaba ingresado mi papá. Era auxiliar de enfermería y, francamente, uno de los pocos alicientes de mis visitas. El mayor aliciente, para ser exactos. Mi papá ya no estaba para nada y ver a Carlota dándole la comida o llevándolo a la cama me reportaba una oleada de cariño. Eran, su manera de comportarse, su amabilidad, un oasis de optimismo, la garantía de que no todo se acababa en el asilo que olía a meados, o en mis clases en el instituto, que no olían a eso, pero casi. Había otro mundo para mí y Carlota estaba en él. Carlota y su hijo David, claro, David Cervantes, que era el apellido del padre del tipo ese, que casi no aparecía, no el hijo, sino el padre.

Me presento aquí, cadáver, pues, para contarles algo de Carlota Sirvent

Empecé a quedar con ella, me presentó al chaval, fuimos congeniando y acabamos juntos. Fue Carlota quien me llamó al instituto para informarme de que mi papá había muerto, atragantado, y que justamente habia ocurrido cuando ella estaba en el turno de comedor. Podía haber sospechado, entonces, y confieso que por un momento lo hice, pero ella no podía tener interés en la muerte de mi papá y, si acaso lo hubiera tenido, podía haber elucubrado momentos más sencillos, algo así como ahogarlo en la cama con una almohada, que es lo que sale en muchas películas, o darle una sobredosis de calmantes, o algo parecido, pero no en el comedor ante la mirada de espanto de todos los demás. Abandoné lo macabro de la escena y, al contrario, la vi tan apenada por la muerte de mi papá, que incluso me enamoré más.

Después, ya saben, vinieron las yemas de los dedos como corchos y los calambres y todas la pruebas y la confirmación de la enfermedad y mi desasosiego y la tontería del terreno en el Vergel del Mediterráneo. Y la petición formal que le hice a Carlota: quiero que me mates. Creo recordar que lo dije exactamente así, y le insinué que en la residencia seguro que conoces métodos para que todo parezca accidental o, como mínimo, tienes acceso, yo que sé, a lo que sea con tal de no verme atragantado como mi papá.

Solo sé que, antes de dormirme, se acercó, me besó y me dijo adiós. Un adiós de esos que suenan a adioses de verdad

Carlota se resistió. No podía contemplar la posibilidad de ese tipo de asistencia, o al menos eso me pareció al principio. Incluso me puse en contacto, cuando aún podía comunicarme, con Carla Poch, una profesora amiga mía, de Sociales, que estaba al tanto de mis deseos y que aseguró que podía ayudarme. Carlota se lo tomó fatal y, después de dos visitas, le prohibió volver a casa. “O Carla o Carlota”, me dijo. Fue entonces cuando todo se aceleró. En el verano del 18. La enfermedad avanzaba veloz y Carlota también, hacía una especie de delirio. Dejó de ser la auxiliar atenta de la residencia y se convirtió en una especie de mantis religiosa, o como se llame la cosa. Se colgó con el Tinder y empezó a traer a casa a tíos cada vez más raros, con tatuajes y cosas así. Bueno, eso lo imaginaba, claro, por su manera de hablar, que era como ver los tatuajes. Les oía desde la habitación y ella gritaba más, más de lo normal, digo, como si quisiera asegurarse de que yo la estaba oyendo con sus amantes. Como una especie de venganza oscura, o eso me pareció.

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<strong><u>relatos de verano</u></strong>

A finales del 18, me mató. No puedo entrar en los detalles (como había advertido) porque yo estaba durmiendo. No me acuerdo (ser cadáver tiene sus cosas) de si estaba sedado o qué, aunque alguna cosa de esas hubo, y no sé si Carlota estaba acompañada o hizo el trabajo en solitario. Solo sé que antes de dormirme, se acercó, me besó y me dijo adiós. Un adiós de esos que suenan a adioses de verdad. Y no sé si lo hizo por conmiseración o por asesinar con premeditación, con alevosía, con una almohada o con una inyección. Lo cierto es que me mató, y aquí estoy.

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