Las cartas de la memoria (1): El miedo perdido | Texto y podcast

Las cartas llegaron a EL PERIÓDICO. Palabras escritas para llenar el vacío de una despedida robada. Pero las letras siempre llaman a otras letras. Para tejer cuentos. Para crear finales bellos. Ficciones que quieren ser bálsamo, libres del miedo.

Cartas manuscritas

Cartas manuscritas / periodico

Emma Riverola

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¡Juan Antequera González!, ¡Juan!, ¿estás por aquí? Ha llegado el correo. También para Rodolfo Iturralde; Otoniel Pérez Martínez; Paco Folch Fornós; Francis Pérez García; Màrius Fusalba Roqué de Cal Mateuet; Félix, el marido de Trinidad Leyva Navarro y para el padre de Paqui Bernal; el papá de Pedro Ruiz Losilla y el ‘padrí’ de Marina Isun Blasi. Las cartas os esperan en la puerta iridiscente. Sí, esa. Podéis abrirla y pasar.

Tan pronto traspasó el umbral, el niño empezó a correr. Calle abajo, corría. Y los adoquines eran hierba o grava o arena. Abría la boca y se tragaba el viento. Las piernas, más aire que tierra. Los brazos extendidos, para abrazar el bosque. Y su cuerpo olía a nuevo. También su risa. Las rodillas no dolían. Porque era antes. Y después. Y era ahora. 

Los pies le condujeron hasta un barrio donde los adoquines tenían forma de letras y las farolas, de interrogantes. Pensó que la aventura le esperaba detrás de la puerta abierta de una casona, pero solo encontró una estancia desnuda y llena de polvo. Y un caracol en el centro. Su concha irisada era hipnótica. Se agachó junto a él y le preguntó, quizá él supiera decirle dónde estaba, dónde debía ir. Pero el bicho no tenía ganas de hablar, ni siquiera movió las antenillas. Impertérrito ante la visita, siguió su lento camino. Aburrido, el niño se distrajo mirando su baba tornasolada. ¿De dónde venía ese hilo viscoso? Recorrió con la mirada la ruta inversa trazada por el caracol y, así, en cuclillas, fue avanzando entre crujidos de madera y un olor a hierba mojada que no se sabía de dónde venía, pero que acariciaba. 

Después de la tinta púrpura y los moldes, la máquina iba emborronando un papel. Y en el pliego, un relato

El picaporte se abrió fácilmente, con ganas de abrirse. El niño corrió hacia el ingenio. La imprenta funcionaba a pleno rendimiento. Otro día quizá le hubiera sorprendido ver aquella preciosa y reluciente máquina antigua trabajar sin cajista ni fundidor ni batidor ni alzador. Ni siquiera el maestro de imprenta estaba. La máquina llenaba la estancia del sonido de su latido metálico. Después de la tinta púrpura y los moldes, la magia iba emborronando un papel. Y en el pliego, un relato

Érase una vez un trueno que hizo temblar una casa justo cuando amanecía. No es un buen inicio de día, pensó el hombre que la habitaba, incapaz de volver a conciliar el sueño. Después de la ducha, aún se sentía inquieto, con el sobresalto de la tormenta aprisionado bajo la piel. Los relámpagos seguían rasgando el cielo de plomo. Quizá si corría las cortinas. Iluminó la sala con la luz tenue de una lamparilla y eligió el saxo de Lee Konitz. En vinilo, claro. El surco negro le tranquilizaría.Érase una vez un trueno 

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<strong><u>relatos de verano</u></strong>

No hizo caso de la primera hormiga. Tampoco se la sacó de encima. La veía tan decidida que no quiso romper su ruta. Incluso agradeció el cosquilleo. No hizo caso de la primera hormigaLa siguiente siguió idéntico camino

Un trueno aterrador le hizo girar la vista hacia la ventana. Era la primera vez que se percataba de esa grieta. Por ahí entraban las hormigas. Ya cientos, miles

El niño no pudo reprimir un grito. Corrió a revisar la plancha, los tipos de letras habían desaparecido

El niño no pudo reprimir un grito. El relato se interrumpía. ¿Por qué no se imprimía el resto? ¿Por qué ese blanco? Corrió a revisar la plancha. Los tipos de letras habían desaparecido, convertidos en polvo. Se dirigió con urgencia al chibalete y fue abriendo cada uno de sus cajones, cada vez más desesperado. Nada, ni un solo tipo. La tristeza se apoderó del niño. También el miedo, porque era el miedo del hombre. Y pensó que si la historia no se imprimía quizá era porque ya no sonaba la música y sin melodía… ¡No! Tenía que hacer algo. Quizá él mismo podía acabarlo. El relato no podía quedar interrumpido. Se palpó los bolsillos buscando un lápiz. No hubo suerte, pero notó el tacto del papel. Entonces recordó la puerta iridiscente. Abrió el sobre y una lluvia de letras cayó sobre el pliego. La carta supo escribir el final perdido.

El sol ha ganado. El hombre abre la ventana y respira el aire de lluvia. Sonríe, al fin sin miedo.

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