El viaje del conejo (6): En directo

Olga, Marta, Nina y Lola han viajado a Madrid para participar en un programa de televisión. Pero en lugar de disfrutar del momento tienen que ocuparse de Demócrito, un conejo Rex que ha viajado con ellas y que está gravemente enfermo.

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Care Santos

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Los de la productora habían organizado una comida con el equipo del programa —incluido su director y presentador—, y las cuatro invitadas sorpresa. Querían ultimar los detalles de la emisión, que como siempre sería en directo esa misma noche.

Chelo aprovechó para darles algunos consejos:

         —Procuren descansar por lo menos un par de horas antes de la hora de recogida. El directo es muy exigente, no van a poder tomarse ni un respiro desde que lleguen a los estudios a las seis de la tarde hasta que finalice la emisión a las once de la noche. Intenten llegar en la mejor forma física posible, por favor.

         —¡Ja! —soltó Nina—. Para eso tendrías que habernos invitado hace 30 años, cariño.

         —Ojalá pudiera descansar —suspiró Lola— pero tengo que ir a ver a Demócrito.

         —Está muy malito, el pobre —añadió Olga.

Como el presentador no sabía de qué hablaban, Chelo le contó la historia del conejo y la gesta de Lola, que a pesar de la dificultad sobrevenida se las había apañado para estar allí.

         —No sabía nada —dijo el presentador, con gesto de preocupación—. Y le agradezco el esfuerzo con toda mi alma. Ojalá Demócrito se recupere pronto.

La muerte siempre se evoca a sí misma, da lo mismo que sea a través d e un dermatólogo o de un conejo Rex

Nada más terminar el almuerzo, Lola tomó un taxi hacia la clínica veterinaria, donde el enfermo seguía grave y sedado.

         —Qué pena me da verlo así, pobre animalito —susurró Olga, que por poco deja caer una lagrimita recordando cuando el doctor Pardo estaba en la misma situación, apenas seis años atrás.

La muerte siempre se evoca a sí misma, da lo mismo que sea a través de un dermatólogo de éxito o de un conejo Rex.    

Se marcharon después de hablar con el veterinario, que no les dio muchas esperanzas:

         —Considerando su edad y el estado en que llegó, la mejor noticia es que se encuentre estable —dijo—. No obstante, queremos tenerle en observación unas horas más.

Lola no tuvo tiempo de descansar. Por fortuna, su hija no daba señales de vida. No hubiera sabido qué decirle si le hubiera preguntado por Demócrito. Aunque lo más probable es que tuviera otras cosas en que pensar.

A las seis en punto el coche estaba en la puerta del hotel, preparado para llevarlas a los estudios donde iban a reencontrarse con Julia, a quien no veían desde hacía… ¿cuántos años? ¿Diez? ¿Doce? Todas habían entrenado la memoria para saberlo. Al principio, después de aquella cena de 1981, se vieron con cierta frecuencia. Una vez cada dos años, tal vez. Media docena de cenas, siempre en el restaurante de Marta, el Media vida. Luego perdieron fuelle. La primera en desaparecer, como siempre, fue Julia.       

La experiencia de la televisión fue para las cuatro mucho más emocionante de lo que pensaban. A Olga la maquilladora le alabó la tersura de su piel y la altura de sus pómulos, y salió de allí orgullosa de la constancia con que se había aplicado cremas nocturnas los últimos cuarenta y cinco años de su vida. Incluso sin comentarios tan halagüeños, todas se sintieron rejuvenecer un poco frente a los espejos enmarcados de bombillas incandescentes. El plató les pareció mucho más pequeño de lo que parecía por televisión. Los microfonistas les hicieron cosquillas al pasarles cables por debajo de la ropa. Nina dijo una de sus barbaridades:

—Ya lo veis, niñas, a nuestra edad, para que nos toquen el <strong>culo</strong> tenemos que venir a la tele.

"¡Hemos dejado sin palabras a Julia Salas, una de las madres de nuestra democracia!"

Las instalaron en cuatro sillones de diseño en una zona sombreada, a la espera de su aparición estelar, que llegó precedida de una música como un final de sinfonía de Beethoven. Los focos las iluminaron de repente. Frente a ellas estaba Julia, vestida de negro y con una media melena blanca, lacia y sofisticada, mirándolas sin terminar de creer. El presentador, ufano, exclamó:

         —¡Hemos dejado sin palabras a Julia Salas, una de las madres de nuestra democracia! ¡Una de las mujeres que menos ha vacilado en hablar claro de nuestra historia reciente!

Compartieron una tertulia donde los dictados de los guionistas, la escasa naturalidad que permitían las cámaras y los nervios del momento otorgaron a sus palabras un aire de artificiosidad. Julia se emocionó hasta las lágrimas cuando Olga dijo que habían tenido mucha suerte de ser sus compañeras y haber podido aprender de ella. Sirvieron el espectáculo de emoción y fraternidad que el público deseaba. Las altas cuotas de pantalla lo confirmaron al día siguiente.

Solo una llamada del veterinario en el contestador de Lola enturbió tanta felicidad. Lamentaba decirle que, pese a haberlo intentado con denuedo, no habían podido hacer nada. Demócrito había pasado a mejor vida. La acompañaba en el sentimiento y la esperaba por la mañana para arreglar los papeles.