Relatos de verano

Historias de amantes (5): El de los zapatos

Ricardo se sienta en la cama y trata de atarse los zapatos, un gesto anodino que él ejecuta con la conciencia de saber que lo está haciendo. El primer día que lo percibe, se da cuenta de todo lo que vendrá

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Josep Maria Fonalleras

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El infierno debe parecerse mucho a aquella escena: verlo sentado en la cama, tratando de atarse los zapatos. Y diciendo, después de haberlo hecho con una parsimonia nada habitual: «Nadie se da cuenta, al atarse los zapatos, de la dificultad de los movimientos. Es una práctica sencilla, mecánica, en la que no interviene el pensamiento, solo una inconsciente voluntad. Pero, en cambio, cuando llega el día en que te paras a pensar en la gran cantidad de circunstancias que deben ponerse de acuerdo para llegar a tener los zapatos atados, entonces te das cuenta de la imposibilidad de hacerlo con rapidez y precisión. Y te paras y miras de recuperar la primigenia inocencia, pero ya no hay marcha atrás. Siempre te los volverás a atar con la presión de saber cómo tienes que hacerlo, sabiendo que se trata de una empresa ciertamente complicada. Y entonces también llegará el día en que ya no sabrás».

Ese día aún no ha llegado, pero Ricardo y yo sabemos que se acerca. Y esto es el infierno

Ese día aún no ha llegado, pero Ricardo y yo sabemos que se acerca. Y esto es el infierno. Saber que todo eso llegará sin que podamos hacer nada. Mientras tanto, asisto, tratando de no convertirlo en una tragedia, a su lenta caída. Un día, Ricardo se deja las llaves en la cerradura; otro día, me pregunta si ya se ha puesto el desodorante y la colonia, instantes después de haberlo hecho. A veces se levanta con los ojos rojizos, y él trata de no darle ninguna importancia. Dice que se los ha frotado demasiado, que tiene una especie de cortina o que tiene pelusilla en los ojos, y que por eso se los frota. Pero la imagen de los ojos ensangrentados (no ambos, a menudo solo uno) para mí es como un presagio de lo que vendrá: un mar de sangre que se apodera de su mirada. Un naufragio enrojecido de los ojos sin mirada.

No es que tengamos que ir al médico. Creo que todavía no. Él incluso bromea, a veces. Me dice que recuerda un documental de un matrimonio de escritores que, antes de que todo se desvaneciera, fueron colocando rótulos adhesivos en las paredes, los armarios, los estantes, en las puertas de toda la casa, para saber qué era cada cosa cuando empezaran a no saber qué cosa era la que palpaban o abrían. «Tendremos que empezar a practicar», dice, pero yo trato de no hacerle caso y le recuerdo que siempre ha sido un poco obsesivo y que son cosas de la edad (su edad), y que no será tan grave como pensamos. Que lo de los zapatos es solo una anécdota, como todo lo demás. Pero no dejo de darle vueltas. Y me veo inmersa en una supervivencia que no sé si estoy en condiciones de admitir, pegada por obligación moral a Ricardo o a lo que quede de nuestra memoria compartida.

Quizá soy yo, que me paso de la raya. Quizá es eso, y no es necesario que me preocupe más de la cuenta, porque Ricardo, a pesar de estos obstáculos, lleva una vida normal. Quiero decir que trabaja en sus cosas y que interpreta el papel que toca y que tiene obligaciones que no desatiende, como la de sus nietos. Y que aún vamos a cenar y al teatro y quedamos con los amigos y nadie se da cuenta de nada. Cuando estoy más tranquila, sin embargo, cuando pienso que todo es una exageración enfermiza, vuelvo a la escena de la cama y de los zapatos, y entonces pienso en el infierno que está cerca.

Después, se detenía en una cordillera del mapa en relieve y la recorría como si se hiciera un masaje en la espalda

En una habitación del piso, que Ricardo utiliza como estudio, hay un mapa. Es de esos mapas en relieve, donde las montañas y los valles y los ríos y el mar tienen, como si dijéramos, vida propia. No es un mapa plano, de aquellos que debes imaginarte la rugosidad de las cosas ciertas, sino un mapa donde puedes percibir los detalles reales de las cosas. Hace poco, lo encontré con la nuca empotrada sobre el mapa. Se movía arriba y abajo de la geografía, de aquella representación de la geografía, como buscando consuelo a un picor desaforado. Después, se detenía en una cordillera y la recorría, como si se hiciera un masaje en la espalda. Le observé un rato. Le pregunté qué hacía. Me dijo: «Nada, intento que la naturaleza entre dentro de mí, formar parte de la naturaleza. Siento una especial predilección por estos mapas, y aspiro a distinguir, con el tacto, cada uno de los accidentes y de los picos, todos los desniveles y los paisajes».

Después, como si nada, fuimos a cenar. El infierno me ofrece un avance de la programación. Sé que tendré que estar con Ricardo hasta que ya no quede nada. Ahora, sin embargo, son unos momentos críticos: esa sensación de alguien que se hunde en un pantano y que intentas salvar a toda costa, sin calcular, en el esfuerzo insistente del momento, que el pantano lo engullirá sin piedad. Y que estarás allí. En el preciso instante en que todo eso suceda.