La conversión (5): Ven, que tengo que decirte

Le dije a mi madre que tenía que hablar con ella para que hablara con Él, el omnipotente padre de familia. Ella hacía preguntas para las que no esperaba respuesta. Esa misma tarde teníamos hora con la enfermera. Hasta entonces había ido bajando de peso

RELATO LA CONVERSIÓN

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Najat El Hachmi

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"¿Qué ha pasado?" A mi madre le salió una risa nerviosa cuando la enfermera le hizo la pregunta aquella tarde en que andábamos en silencio hacia su consulta. "Cada semana bajabas un kilo y medio y esta casi nada, muy poquito". Entonces se volvió hacia mí para que la tradujera: "Dile que una amiga volvió de 'casa' y trajo un paquete de tu abuela con cebada tostada y cosas que solamente se hacen allá y, claro, no pude evitarlo". Resumí todo lo que me dijo obviando la lista de productos que mi madre había recibido y que no tenían traducción. "Comida de allá", le dije y la enfermera movió la cabeza. Después me habló a mí: "Tú no has bajado, pero no tendrías que bajar más". Fue mi madre la que le contestó mirándome a mí: "¿Hasta dónde quieres llegar? Ya estás muy delgada. Demasiado delgada y al final se te juntará el vientre con la espalda". Y mirando a la enfermera y levantando el dedo índice le dijo: "Ella, 'asín'".

Más tarde habló con Él. Los chicos estaban en el comedor, frente al televisor; yo, en mi habitación, leyendo, y entonces empezamos a escuchar su voz que se alzaba cada vez más. Yo aguantaba la respiración, me estaba muy quieta estirada en la cama como esperando que todo aquello pasara, deseando como nunca que mi cuerpo fuera tan mínimo que pudiera deslizarme entre las partículas del aire que me rodeaba, ahora asfixiante. "Juro por Dios" era lo que me llegaba, con el sonido gutural del verbo 'uqsimu' detenido de forma sostenida unos instantes que se hacían eternos y marcaban el punto más tenso de la expresión. Es cierto que los hombres como mi padre juraban mucho, pero en ese caso podía estar segura de la gravedad de la situación.

Los chicos estaban en el comedor, frente al televisor; yo, en mi habitación, leyendo, y empezamos a escuchar su voz

La bronca duraba y duraba y yo me hundía cada vez más en el colchón. Me acordé del día en que me encontró en la calle andando con el maestro. Nos cruzamos, pero no me dijo nada, como si fuéramos desconocidos. El maestro ni se dio cuenta de que las piernas me temblaban y que apenas podía seguir la conversación. Envidié su despreocupación y me sentí pequeña, una pequeñez que me venía de un origen que no entendía. Una vez en casa, Él no tardó en llamarme al comedor. Para eso sí que había una frase en la lengua de mi madre: "Ven, que te tengo que decir", con una resonancia completamente distinta de la que había dicho yo. "Tenemos que hablar". "Ven, te tengo que decir" anunciaba gravedad, una bronca seria. Cuando pasó lo del maestro yo tenía 12 años y aún no me había dado cuenta de que era una "mujer". Era la primera vez que mi padre anunciaba una nueva norma: que si me volvía a ver hablando con un chico en medio de la calle (dijo: a la vista de todo el mundo), haría esto y aquello y lo "arruinaría" todo. Usaba esa palabra sin saber, como sabía yo, que era un préstamo. Sí, lo arruinaría todo y lo quemaría todo si volvía a verme con un hombre.

Y ahora mi madre tenía que contarle que había estado viéndome con un chico de forma continuada en el tiempo, lo suficiente para acabar convenciéndolo de que se hiciera de una religión que hasta entonces desconocía. No pude hundirme más en el colchón porque entró y empezó a jurar y perjurar que, si me había desgraciado, se preparara, que me llevaría a revisión. Mi madre callaba, mordiéndose el labio inferior. No sabía cómo defenderme de las acusaciones. No era virgen, claro, pero no era un tema del que pudiera hablar con Él. "Di: ¿estropeada o no?" Grité un 'no' rotundo para que se callara. Llevaba rato con reproches de todo tipo. Que si había confiado en mí, que si todo el mundo decía que era tan buena chica y mira, por detrás me ibas jodiendo, por detrás me ibas traicionando.

No pude hundirme más en el colchón porque entró y empezó a jurar y perjurar que, si me había desgraciado, se preparara

Yo me sentí como si le hubiera puesto los cuernos. Los reproches también eran para mi madre: "No tenías otra cosa que hacer más que educar a tus hijos mientras yo me paso el día trabajando y ¡mira! ¡Vergüenza seremos, vergüenza!" Cuando le aseguré que no me habían "estropeado", me dijo: "¿Si te llevo al médico me dirá que estás tal como te trajo tu madre al mundo?" Yo sabía que aquí ningún médico accedería a hacer un certificado de virginidad, pero después de estar horas encerrada en la habitación con él gritando yendo de un lado a otro sin parar llegué a creerme que podía hacerlo. "A partir de ahora no saldrás más". Y después dio un golpe con la puerta.