RELATO DEL VERANO

El odio a la clase obrera (6): 'Leningrado'

Tras una ardua negociación, ya hay fecha para el inicio de la reforma en el piso de Elena y Gonzalo. Sin embargo, el ruso no acude a la cita el día previsto, pero sí al siguiente. Los inconvenientes de la obra se hacen notar, y Gonzalo intenta aislarse.

El odio a la clase obrera, relato de verano de Juan Soto Ivars

El odio a la clase obrera, relato de verano de Juan Soto Ivars / .1922042

Juan Soto Ivars

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Para Tomás y Susana

No se presenta a la mañana siguiente, pero sí a la otra. A las siete y media de la mañana los despierta el timbre. Elena salta como un resorte, se viste acribillada de timbrazos, Gonzalo se tapa la cabeza con la almohada y se lamenta. Oye desde la cama que Elena saluda al ruso y que éste, a grandes voces, explica que va a empezar a picar la pared del patio. Después le pide un café y Gonzalo oye pasos solícitos y el ruido metálico de la cafetera. Se queda traspuesto ¿un instante? hasta que ella lo sacude por los hombros, que ya son las nueve de la mañana, que el ruso lleva hora y media en el patio sorbiendo el café y fumando cigarrillos y ella no se atreve a decirle que empiece a trabajar. Haz el favor de levantarte y vestirte, y baja a supervisar a este tío, que yo tengo una reunión para vender el proyecto de publicidad viral a Xibeca y ya llego medio tarde. Da tiempo a que Elena baje las escaleras y las vuelva a subir, con el bolso puesto, para descubrir que Gonzalo ha vuelto a cerrar los ojos. Ya, ya, me levanto ya, perdona.

Tremendo martilleo, luciferales golpetazos vuelven a despertar a Gonzalo a las diez en punto de la mañana. La constatación de que el ruso ha empezado a trabajar sin su ayuda le anima a seguir durmiendo, cosa en todo punto imposible dado el ruido infernal de la maceta contra el cemento de la tapia. La cabeza le da vueltas mientras se viste con la ropa del día anterior y baja los escalones. Por la puerta entreabierta del patio oye los trastazos. Comprueba que no queda café en la cafetera y se pone parsimonioso a la tarea de hacerse otro, pero los golpes son insoportables. Obtiene de la mano de los arcángeles la revelación mañanera de que será mucho mejor salir a desayunar a cualquier bar, así que se escabulle fuera de casa sin cruzar una palabra con el obrero.

La constatación de que el ruso ha empezado a trabajar sin su ayuda anima a Gonzalo a seguir durmiendo 

El sol en la calle es más propio de agosto que de octubre. No ha pasado por la ducha y sabe que en cualquier momento se le empapuzará la cabeza de sudor, se le pringará el pelo fino y escaso y se le verá la calva incipiente en la coronilla, pero no piensa volver. Gonzalo tiene 34 años y, de todos los problemas burgueses que le acosan (la falta de reconocimiento en el gremio literario, la frustración ante la escritura de su novela, la inseguridad disfrazada de hostilidad, las peleas con Elena, la permanente estrechez económica, el vicio de la vagancia, el ruso), ninguno lo tortura tanto como ese principio de alopecia. La calvicie es la depresión posparto del género masculino. Ha hablado con su amigo Oriol muchas veces de que hay un gran mercado de autoayuda por explotar, pero se niega a ser él quien escriba el primer 'best-seller' para calvos porque esto implicaría admitir que se ha convertido en uno.

Sumido en esas reflexiones sombrías, sorbe su repulsivo café cortado a la sombra en la terraza de un chinobar y trata de masticar la tostada de pan de barra del día anterior, coronada por una nube densa de mermelada barata. Vuelve a casa, no son ni las once, para descubrir que el ruso sigue pegando hostias a la pared. Asomado al patio lo saluda y el ruso lo mira hosco. Tras toda la mañana dale que te pego, solo una pequeñísima porción de la tapia, apenas 50 por 30 centímetros, parece levantada.

Tras toda la mañana dale que te pego, solo una pequeñísima porción de la tapia, apenas 50 por 30 centímetros, parece levantada

Gonzalo se pone sus auriculares acolchados y empieza a repasar obsesivamente las notificaciones de la noche en sus cuentas de Twitter, Facebook e Instagram. En el correo no hay respuesta a la última reseña que mandó a 'Universo Poético' y tampoco encargos nuevos de las otras tres revistas. Un par de titulares sobre la corrupción del gobierno llaman su atención y lanza media docena de maldiciones en Twitter que pronto reciben un poco de atención. En esas anda cuando, pasadas las doce del mediodía, levanta los ojos para descubrir al ruso, que está delante de él. Dime. El ruso quiere saber si es informático. Gonzalo le dice que no, que es escritor. El ruso no parece convencido: tú siempre con ordenador, tú sabes, mi ordenador es Pentium, se apaga solo. No tengo ni idea de ordenadores, Grigori. El ruso asiente y dice: yo te 'trae' mañana mi ordenador para que tú eches vistazo, se apaga, todo negro en pantalla y yo no 'sabe' por qué. Es que, se defiende, yo no sé nada de ordenadores. El ruso le dedica la mirada que echaríamos sobre un vómito callejero. Asiente. Y pregunta: ¿tú me vendes ese ordenador por cuánto dinero? Le responde cortés y acobardado que no puede venderlo porque es donde escribe. El ruso le comunica que se marcha a comer. Volverá por la tarde.