Icono pop
La importancia crucial de hacer bien un bikini en Barcelona
El bikini es el icono pop de la gastronomía tabernera. Lo confirma Carles Armengol en 'Matar un bar', una especie de opúsculo de todo lo que dignifica a un abrevadero (y a la vida)
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Bikini. / Carles Armengol

Todos tenemos formas de tantear la catadura moral de un bar, la temperatura de su higiene, los decibelios de su humanidad. En mi caso, son dos: a) sé si solo beberé o también comeré haciendo una expedición relámpago a sus baños: de su limpieza saco cálculos de la de su cocina, y b) sé si puede engrosar la lista de lo que yo llamo “mis bares” en función de cómo sean sus bikinis.
El bikini es el patrón oro, o el termómetro de la virtud, de una bodega o taberna. Al fin y al cabo, decía Oscar Wilde, “los placeres sencillos son el refugio de los hombres complicados”. Yo no sé si soy complicado, aunque supongo que mi pareja estaría de acuerdo, pero sí sé que del mismo modo que los fachas miden todo en Bernabeus, yo lo mido en bikinis. Enjuicio un bar a través de su bikini tal y como valoro a un tipo en función de cosas aparentemente menores: si sabe contar un chiste, si le gusta bailar, sobre todo si sabe callarse y escuchar de verdad a alguien que le confiesa sus penas.
Comparto lo del bikini con Carles Armengol, un dandy menos envarado que Oscar Wilde, un 'filomod' con querencia hacia la ropa chula y las canciones con trompetas. Comparto, además, muchas otras cosas después de leer su nuevo libro: 'Matar un bar' (Col&Col), una especie de opúsculo de todo lo que dignifica a un abrevadero (y a la vida) a la vez que una elegía por cómo los malos nos están arrebatando esos templos. Los que Ana, la editora de estas páginas, llama “bares con alma”.
Pero voy a seguir hablando de bikinis. Lo siento. Es importante. Según Armengol, este sándwich es el icono pop de la gastronomía tabernera. Lo es por su vocación democrática (nunca debe ser caro) y porque apetece en cualquier momento del día (del zumo de naranja con legañas al quinto nocturno antes del concierto). El autor indaga a fondo en el asunto: hace espeleología de sus orígenes y tasa su calidad en tres parámetros: ingredientes, elaboración y precio. “La ejecución de un mixto”, apunta, “es clave para determinar el grado de compromiso que tiene un bar por hacer las cosas bien”.
No puedo estar más de acuerdo. Y aún asiento más con la cabeza, como un muñeco en el salpicadero de un coche, cuando va más allá y se lamenta de que ya no existe la clase media bikinera. Algo se muere en el alma ante un bikini demasiado sofisticado, con trufa y huevo confitado. Pero también ante uno despachado sin mantequilla ni amor, con tranchete y fiambre cuadrado. Siempre he pensado que el ejemplo más claro es el de la cafetería del AVE, ese adoquín que necesitaría ir a terapia: como se sirve en un tren que va y vuelve entre Madrid y Barcelona, ni siquiera tiene claro su nombre, si es mixto o es bikini.
Además, el bikini sirve para hablar de bares, sí, pero también de la vida. La sociedad ha abolido esa entelequia llamada clase media y la gente solo se fascina cuando alguien presenta lo sencillo de forma barroca, otra forma de vulgaridad. Yo, que durante los confinamientos me hacía bikinis antes de lanzarme a ponerme discos, como para simular el ritual de una noche de bolo, no puedo más que aplaudir las digresiones de Armengol.
Él, mesías de la barra, creció en un bar: “Aparecí recostado entre cajas de botellines de Estrella Damm”. Sus padres tenían una casa de comidas de tres generaciones en Collblanc, entre L’Hospitalet y Barcelona, así que se convirtió pronto en un niño obervador, casi antropólogo, que hacía los deberes ayudado por borrachines entusiastas o que recibía consejos sentimentales de mujeres fumadoras con maquillaje hasta en el corazón. Exploró todo ello en el magnífico 'Collado. La maldición de una casa de comidas' (Colectivo Bruxista, 2022), recopilación de sus memorias y las del negocio.
Ahora, con un enfoque más ensayístico que narrativo, aun con miniaturas costumbristas preciosas, analiza el bar como templo religioso, parlamento alternativo, casa de adopción. Lo hace desde dentro, incluso desde detrás de la barra (Carles ha seguido dirigiendo bares, ahora el de la Llibreria +Bernat, como quien escribe a mano). Es decir, lo hace de forma bella pero no embellecedora, sin romantizar la precariedad. Y lo que sale combina el texto sociológico del observador participante, el manifiesto de denuncia, la memoria de lo importante.
El bar más añejo del mundo
Hay en 'Matar un bar' cabreo por cómo los fondos buitres niegan la viabilidad de bares de toda la vida o por cómo el presidente de la confederación de hosteleros sentencia que en la hostelería se trabaja a media jornada: doce horas. Lo hace encendido, porque se ve cómo le duele. Pero afortunadamente también con humor: habla de la pandemia de los pollofres, de chefs que se creen Richie Hawtin (será porque tocan botones en los fogones sin que sirva para nada) o de esos pijos con ropa de El Ganso o de Spagnolo que piden un adelanto de la herencia y abren un bar canallita (y que serían a la gastronomía lo que un pavo que decide montar una peluquería cuando en realidad “solo ha visto las tijeras que usa para cortar la pizza los domingos de resaca”). Hay historias preciosas de clientes (ese viudo que calienta el 'bacallà amb sanfaina' o las habas a la catalana en el microondas del bar de enfrente) e Historia en mayúsculas: “La ciencia determina que los bares existen desde hace 5.000 años. En 2023 un equipo de arqueólogos de las universidades de Pensilvania y de Pisa descubrieron en Lagash, una antigua ciudad de Irak, el bar más añejo del mundo”.
Hay pues en este libro, como en cualquier buena barra de bar, perorata iracunda, chistes tronchantes, ideas lucidísimas, posicionamientos políticos, recuerdos dulces, agrios y, como la salsa, agridulces; trágicos y cómicos y, como casi todo, tragicómicos. Lo importante, como sucede con los compositores pop o con los cocineros de bikini, es el oficio y la pasión. Tres minutos con cuatro acordes, bien tocados y con honestidad; un bocadillo de dos ingredientes, delicioso, veloz, barato.
A mí me emocionan también los bares, las canciones y los libros que vuelven extraordinario lo ordinario, que dignifican la vida. Porque democratizan la elegancia anónima y la felicidad popular, las que tienen más que ver con la gracia que con la clase. Larga vida a los bares que otros quieren matar y que gente como Armengol retrata, y de algún modo salva, de forma vívida y vivida.
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