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Nuevo bar polivalente

Casa Sidral: la bodega más pop y efervescente de Barcelona

Todo lo que te gusta de las bodegas de antes pero recién estrenado

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Casa Sidral.

Casa Sidral.

Miqui Otero

Miqui Otero

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Una ciudad es tan insípida como un vaso de agua del grifo si alguien no la agita. Es una mera retícula, con alguna vaga concesión al alivio milimetrada por técnicos de urbanismo, hasta que algún ciudadano entusiasta abre un sitio donde nos mezclamos para que suban algunas burbujas y salten algunas chispas.

Así, agitados y mezclados, aunque manteniendo la calma, nos quiere la Casa Sidral, en la calle Sant Eusebi, 36. Ahora es una plácida bodega, donde suena reggae y se despachan gildas, pero pronto abrirá también un espacio polivalente donde se venderán discos y libros y láminas, y en los pisos superiores podrán ir a trabajar tipos que hagan discos, libros y láminas. Como el ciclo del agua, pero con el talento (y la cerveza). Una Factory warholiana en Sant Gervasi, una Casa de la Bomba al lado de Plaça Molina, un circuito de electricidad abierto y un edificio para encontrarnos y reconocernos.

Pero vayamos por partes. Estamos ante un lugar en el que apetece entrar ya solo por el nombre. Sidral eran esos polvos patentados que se echaban en la bebida para que efervesciera, pero la palabra también tiene que ver con el revuelo, el bulle-bulle, la 'rauxa' y la gresca. Un sidral, pues, se abre, pero también se arma. Y a veces ni siquiera tiene que ser ruidoso (el día que fui, en el bar se estaba la mar de tranquilo), sino simplemente que haga hervir ideas en la cabeza.

Una vez allí delante, también apetece entrar ya solo por el edificio: una finca antigua de dos pisos, con la fachada de color rosa (del traje de Otis Redding en la portada de su 'Live in Europe') y con las ventanas de color verde (“La finestra és verda!”, decía Josep Pla). A mí este tipo de combinaciones ya me inspiran confianza y me dan sed.

Así que abres la puerta de cristal esmerilado empujando la barra de bronce y entras en la bodega. Y descubres uno de esos sitios donde la gente se sube a hombros de sí misma, donde dan ganas de montar un fanzine, pero también de contar una pena o de brindar por un alegrón. Hay taburetes de laboratorio con elevación y giro por tornillo a la vista, luces tenues, cajas de madera y reposanalgas de piel. Variedad de pantones en sifón y botellas de vino catalán tras la barra. Señales de humo en el patio interior, a cubierto y al fondo. Amabilidad máxima de camareras que te suenan de otros templos como La Chana. Todo lo que te gusta de las bodegas de antes, pero nuevo de trinca. También tablas de embutidos de la Plana de Vic, gildas picantes, chicharrones gaditanos. Oh, y las canciones. Esta ciudad está tristemente plagada de bares de música infecta donde preferirías escuchar a una tragaperras alineando limones o a un jabalí tocando la tuba con el tercer ojo. Así que no es fácil encontrar un sitio como este, elegante pero nada envarado, donde, mientras mordisqueas un bocata planchado de deliciosa mortadela, puede sonar Alton Ellis o pueden sonar los Jam o pueden sonar Los Retrovisores (donde canta uno de los que han armado el sidral).

Socios que saben surfear Barcelona

Porque antes de saber el nombre y de ver la fachada y de pisar las baldosas de terracota, ya querrías entrar solo por quien ha montado el proyecto. Un grupo de caras que ves siempre en los mejores puntos del espaciotiempo barcelonés, sea un domingo a mediodía en la grada del Europa (tienen su grupúsculo mod de seguidores del equipo de Gràcia), sea un jueves por la noche en algún concierto garajero de la salas Paral·lel 62 o Upload (donde algunos de ellos se encargan de la programación desde hace años). No voy a decir todos los nombres, porque sería como ponerme a recitar una alineación de fútbol de Primera RFEF o la tercera formación de una banda de ska: los socios del proyecto, en definitiva, son muchos, pero a todos los has visto antes y todos son de esa gente que sabe surfear Barcelona sin tener que comerse un bikini con tranchete, pagar una cerveza a precio de sangre de unicornio, deglutir una croqueta congelada más cara que el uranio enriquecido, verse atrapada en uno de esos sitios cuya banda sonora parece más la de un probador del Bershka que la de un lugar para celebrar la vida. Esta no. Esta es gente, qué decir, de una Barcelona que nos gusta: popular, elevada, de quinto y Encants. Gente (me estoy embalando, pero es que he pedido otra ronda) de muchos fregados. De montar bailes y conciertos. Enchufes que han encendido la ciudad. Gente que puede decir (o cantar): “Hemos hecho cosas”. Gente Sidral.

Todo lo que pase en esta casa estará intercomunicado, como lo están algunos de sus espacios. De momento abrieron el bar hace un par de semanas, pero están abiertos a todos y a casi todo: para lo que queda de octubre, han programado monólogos, presentaciones de libros, charletas con artistas plásticos, presentaciones de videoclips. La luz en el farolillo de hierro de la entrada, con el logo de Casa Sidral estampado, ya está encendida. Ya se escucha el chapuzón de la pastilla efervescente, el siseo del gas, el borboteo de las burbujas, el redoble del temazo que espera girando y girando ahí dentro.

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