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'Aquí no hay quien viva'.


Miqui Otero
Miqui OteroEscritor
Es una imagen melancólica, como una piscina vacía o un parque de atracciones abandonado. Te habrás fijado cuando pasas por delante de una finca: dentro, una mesa de oficina atravesada en la portería, y tres sillas con ruedines, bajo la luz fluorescente de un espacio despejado.
Antes de que te imagines uno de esos cuadros de Hopper, añadiré que en breve empezarán a aparecer los personajes, así que esto se parecerá más a 'Aquí no hay quien viva', con trazas de 'La vida, instrucciones de uso', de Georges Perec. Porque hoy, aquí, se celebra una reunión de escalera, una cumbre de comunidad, una asamblea de vecinos.
Cuando paseo por Barcelona me fijo en ellas y tengo la tentación de entrar, como el invitado que se cuela en una boda y dice a la familia del novio que viene por la novia y a la de la novia que lo ha invitado el novio. Porque todas las reuniones de vecinos felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera. Gente con mitones y anoraks en las invernales, colección de bermudas y crocs en las primaverales: uno podría calcular el punto del calendario con estas asambleas como lo hace con las frutas de cada estación.
Los vecinos pistoleros
Al rato, empiezan a bajar los vecinos. Una reunión de comunidad en Barcelona es como un pícnic con gente con la que te cruzas cada día, pero con la que apenas cruzas palabra. Cada uno llega con su aposento para poder soportar la larga travesía retórica. Mandan las sillas de tijera, pero hay quien se baja reclinatorios, taburetes de cocina o incluso plegables de director de cine. También hay los menos previsores, que llegan a pelo, por lo que soportan la reunión en pie o acaban sentados en el suelo, como adolescentes que comparten pipas en un portal.
Estas reuniones se parecen también a una peli del Oeste: el sheriff, que controla el asunto, el periodistilla que toma notas y también todos los vecinos pistoleros, porque desenfundan el móvil continuamente, para matar el rato.
También me recuerdan al patio del colegio: los más populares toman la palabra, pero luego están los tímidos, que amparados en el anonimato de la periferia, guardan silencio para pasar desapercibidos. Son como ese otro que no va a espectáculos participativos, por miedo a que el mago o el cómico los saque al escenario.
Estas reuniones son, también, como una escuela de idiomas. Al principio, es como si hubieras entrado en un país donde se habla kazajo. Luego empiezas a familiarizarte con sintagmas como “plancha de policarbonato”, “limpieza de bajante” o “localización de filtración”. Incluso fantaseas con calzarlas algún día en alguna charleta informal (o como título de una novela experimental o de una canción de rock industrial).
La réplica de ascensor
Ahí están, bajo la luz de la portería, que rivaliza con la del ascensor en su fotogenia. Estas reuniones son necesarias, como las verduras en la dieta. Y hay que ser agradecido con los que se implican y consciente de tus limitaciones si todo te suena a chino. A mí, por ejemplo, me asalta esa impaciencia triste del niño que se aburre en la sobremesa de animados adultos y quiere salir a jugar a la calle, pero eso es mi problema, porque, en fin, no soy un niño.
Al acabar, incluso el más callado es asaltado por un extraño fenómeno. Lo llaman el ingenio de la escalera o la réplica de ascensor. Demasiado tarde, se le ocurre todo lo que habría podido decir. Pero hay junta ordinaria en breve y, además, dicen que la de la finca de enfrente será extraordinaria. Vayamos con sillas, ganchitos y latas.
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