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Dos niños miran un cuadro de Botero en el Palau Martorell. / M.O.


Miqui Otero
Miqui OteroEscritor
Si tienes hijos de menos de nueve años, esa edad a la que lamentablemente casi todos dejamos de jugar con un lápiz diciendo que es un avión o de ponernos bajo la mesa gritando “casa”, tengo una buena noticia y un gran plan. Olvida el inevitable pero tedioso parque infantil, la rutinaria y sobrevalorada piscina de bolas, incluso el espectáculo infantil a precio de ópera en La Scala: hazte un favor y llévalos a una exposición de arte serio.
Especifico, porque no todas valen. Me refiero a la magnífica muestra Fernando Botero, un maestro universal, un recorrido a través de 120 obras del maestro colombiano que ya se puede visitar en el Palau Martorell.
Donde los adultos más o menos versados entornarán los ojos y adivinarán el rastro de Velázquez o Tiziano, para elogiar el expresivo uso de colores sorpresivos con ecos de la pintura del Quattrocento, tus niños verán señores y señoras inflados como globos, con colores como de ceras Jovi, tocando instrumentos o comiendo fruta o retozando como Dios los trajo al mundo. A los adultos, la obra de Botero les produce respeto y reverencia, pero sospecho que el pintor se sentiría satisfecho con la reacción de los pequeños: se tronchan de la risa y no se cansan de mirar a todos esos personajes con la cabeza de melón y las manitas de cochinillo. “Me recuerdan a Bebé Jefazo”, me dijeron los míos.
Dijo Botero que “el arte debe producir placer” y “resaltar los aspectos positivos de la vida y ennoblecer al hombre”. Cuando le preguntaron, en 2020, solo tres años antes de morir, qué le gustaría hacer en el futuro, el pintor, una de las firmas fundamentales de las últimas décadas, dijo: “Aprender a pintar”.
Si tienes niños de esa edad, sabrás que no es fácil poner método o animarlos a ser realistas en sus dibujos. Deforman la realidad: parece que sea por su impericia con los Plastidecor, pero quién sabe si es porque la ven así. Por eso, la mirada hiperbólica y excesiva de Botero les pega tantísimo. El mío, por ejemplo, anda ahora con una serie de ratones convertidos en jugadores del Barça (Ratinha, Ratín Yamal, Ratandowski, Ratonel Messi) y a medida que los crea, los va achaparrando y exagerando más.
Botero, en el fondo, hacía lo mismo: encontró en esos cuerpos de volúmenes delirantes su estilo universal. Lo halló en 1956, mientras dibujaba una naturaleza muerta: por lo visto el agujero de una mandolina le quedó demasiado pequeño, lo cual alteraba todo el conjunto. A partir de ahí, el juego, el regreso a la realidad alterada (o aumentada: las pinturas de Botero son la versión precisa y preciosa de esas apps de IA que engordan a los personajes).
Solo una prevención: aunque el arte de Botero es risueño y celebratorio, en dos momentos se pasó al retrato del lado oscuro: cuando atrapó la violencia de Colombia y también las torturas en Abu Grahib. Pasa por esa parte intentando que los niños no se entretengan demasiado.
En el resto, jugarán (fue el caso de los míos) a detectar esa misma cara en un mendigo y en un teniente coronel, en un músico callejero y en un rey, en esa mujer que salta desde un balcón pero que ahora está en la bañera.
Tiene sentido que esta exposición la acoja Barcelona. Al fin y al cabo, no eres de esta ciudad si no has jugado de madrugada, algo perjudicado por los espirituosos, con los bigotes, el cascabel o la panza del gato de Botero en la Rambla del Raval.
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