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Hilo para reconocer al "buen barcelonés" de la cuenta de X de El Boig de Can Fanga. / El Boig de Can Fanga


Miqui Otero
Miqui OteroEscritor
¿Cuándo se torció Barcelona? ¿Fue en el rodaje de la película de Woody Allen en el bar Marsella o durante la rúa de Carlinhos Brown? ¿Cuando un tipo llamado Mariano Angoy pateaba en los Barcelona Dragons o cuando murió Copito de Nieve y el alcalde dijo que por suerte había muchos gorilas trabajando en el Ayuntamiento? ¿O cuando varias top models abrieron el Fashion Café en Passeig de Gràcia? ¿En qué momento la ciudad empezó perder su identidad? ¿Quizá cuando cumplimos 40 años y giramos el jamón de la vida y todo parece menos vivo que “antes”?
Por alguna razón, esta ciudad, que más que poderosa a veces es próspera, además de algo pirómana, crónicamente amnésica y entregada a los grandes eventos, lleva décadas obsesionada con la idea de encontrar la obra que mejor la retrate. Y, sin embargo, del mismo modo que Philip Roth decía que “la Gran Novela Americana no es una ballena, sino un hipogrifo” (es decir, no existe), la Gran Novela de Barcelona la podría estar escribiendo un tuitero.
Con una mirada tronchante pero suspicaz, que rescata la belleza del pasado sin caer en la balada nostálgica, la cuenta de X de El Boig de Can Fanga lleva años fijándose en todo lo importante, de la anécdota milagrosa a la confesión autobiográfica, del cuadro de costumbres de la historia anónima al reverso del hecho histórico noticiable.
Yo a veces salgo a pasear por mi ciudad con el dedo índice. Haciendo clic y scroll por Can Fanga veo a una familia cualquiera pasar el día en Montjuïc en 1932, me compro un Casio con cronómetro o un walkman Aiwa Autorreverse en el Puerto, me tomo una caña en el Glaciar de 1998 antes de entrar al Sidecar, me parto cuando leo en la prensa del día que la poli ha pillado a dos tortolitos franceses en un Airbnb porque buscaban a un neonazi (el dueño del piso era el de la Llibreria Europa) o le pido un autógrafo a Cruyff en las Ramblas, justo un día después del vuelo de Carrero Blanco y el día antes del vuelo de su gol shaolin contra el Atlético de Madrid.
El Boig de Can Fanga, cuyo nombre alude al mote que tenía la ciudad antes de ser asfaltada, bucea en archivos de todo el mundo para brindar imágenes barcelonesas, a veces inéditas, a sus casi 70.000 seguidores. Ya solo eso, en una ciudad que parece que se dé un golpe en la cabeza cada mes con R y olvide su pasado remoto y reciente, sería valioso. Pero si admiro la labor de este tipo es por cómo trenza memoria colectiva y personal con textitos, además, graciosísimos.
Con una fijación monomaniaca por Carlinhos Brown, con una tendencia a la confesión escatológica (cuando hizo de vientre a lo Spiderman en un sucísimo baño de la KGB), hooligan del CE Europa, defensor de Sant Joan (“Nochevieja es el Sant Joan de Tecnocasa”) y declarado antifascista, no he leído muchas novelas barcelonesas que muestren su ojo clínico para clavar qué significa haber nacido aquí. Por cómo rescata a héroes semianónimos como Carles Cagigal o por cómo definió al “buen barcelonés” en uno de sus hilos: el que ve una vaca y dice “mira, una vaca”, el que cree que el Raval hace años era Suiza, el que se manifiesta contra el turismo y cuyo Instagram parece el de Willy Fogg, el que ama más a los contáiners que a las personas, el que piensa que Bruce Springsteen (o, más bien, el Boss) es del Poble Sec porque empieza sus conciertos diciendo “Hola, Barcelona”. O tú, o yo.
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